miércoles, noviembre 23, 2005

¿Cómo pueden parir las palabras?

Qué te alcanza. Ya ni las palabras queman. Es la inútil ebriedad de los ejes sin sombra. Estoy cansado, sí, del asma sin espacio de lo cotidiano. ¿Qué digo? No, no es la forma de decirlo. Stop. No prosiga, no se esparza, no escriba así, abra, quiebre, haga parir. Sí, pero ¿cómo pueden parir las palabras? ¿qué van a parir? ¿qué van a decir? Busco vaciar este adentro y no sé cómo hacerlo, ni siquiera sé qué cosas hay en el adentro. Soy una vejiga llena del adentro, nada más. Una bolsa artificial, algo así como un recipiente de plástico.
Yo que fui un pregonero de la luz, y que quise verla cruzar por mi vida, perforar mis meses en el centro de la manzana. Ya nada de aquello queda, pues la he abandonado por las palabras. ¿Y qué tienen las palabras?, esa sucesión de letras, esta desesperación de signos. Viven en ese parque abigarrado donde la realidad desaparece. Y queremos que esa serie sucesiva de frases sea nuestro territorio más valioso, en realidad el único, pero no te devuelve nada. Es parco, pertinaz, avaro, brutal. Es el rincón que me ha quedado. Miro con los ojos de los dedos, tecleo, tecleo, tecleo. No hay más ruido que el tic-tlac mecánico de los botones. Y esa lluvia de mentiras hace que la noche transcurra, pero lentamente, en insomnio interminable, que ya dura todas las paredes.
Luna loca luna agujero plural hueso y espina cierto sueño del que no despierto tu nombre tu impronunciado nombre ya no llama a nadie soy sólo eco, mientras el caracol se va alejando hacia las nieves, tan lejanas del olvido.
Eso escribo y la hora, aguja penetrante, nos revela que no somos quien decimos ser, ni decimos, ni sentimos, ni gritamos. ¿A dónde nos lleva esta inconciencia llena de torturas, averiguaciones y desesperanzas? Oigo los poemas de otro hombre, el hombre en cuestión ya está muerto. Esto también sucederá inevitablemente, también como en las películas, de una escena a otra, y tú, que me lees, y así para siempre. ¿Era sólo esto? ¿Era apenas esto? No lo sé.
Del refrigerador a las piernas de una mujer hay una distancia de palabras. ¿Cuáles son? Me entremeto. Yo que sufrí por ese tránsito. El hambre. Las caricias. La imaginaria sensación de que fui amado, traicionado, vejado, abandonado. Un tropel de hojas secas. Escribir no nos brinda nada, es apenas un narcótico. ¿No lo ves? Mis nervios después de tres párrafos ya andan algo aplacados. Ahogados. Ahora podré dormir, aturdido como los gatos en celo ya vencidos, mareados por fin de tanto olor impregnado, arañados, apagando nuestros aullidos, y los vicios, y el sagrado color de las pesadillas, que me retornan al día, al usual buen día de los des-hechos.

viernes, noviembre 18, 2005

Las aproximaciones de la palabra

En literatura se da algo como dos temporalidades que nunca se cruzan:

En la primera habita todo el que la escribe. Entregado como está al rastro (que otra cosa si no sería la escritura) generalmente no es consciente de que escribe para los no natos, especie de larvas en el sentido de su no estar, de su ausencia.

En la segunda, están los lectores, un singular grupo que espera sin saberlo. Luego, el que lee es transportado, ingresado a un lugar intermedio: el imaginario espacio creado por efecto del encuentro del lector y las palabras. En este sitio, a la manera de Dante se trepa al país de lo escrito, donde el autor como una sombra va a guiarlo por recintos y escaleras. Así, como si dispusiera de una extraña puerta, el lector se comunica con los muertos.

Uno tras otro los libros se han ido encerrando en las bibliotecas.

A todo esto, se concluye que siempre habrá alguno que haya construido su discurso. Un discurso cuyo destinatario final aún no existe, o te está acechando donde quiera que habites, haciendo parte de las paredes. Pero ya ves que lo único que tienes es el espejo.

Este horrible espejo. Mírate. Húrgate la nariz. Uno escribe para sí mismo. Y el sí mismo es nadie. Yo soy la mano que grafica los signos y el temor de las palabras.

He vendido hasta la payasa de dormir para no dormir. Aquí la sangre es un circulo interminable y uno usa la escritura sabiendo que no tiene otro fin que convertirse en un camino. Un camino del ser.

Y en el camino siempre se escuchan cosas, como llegadas de ningún sitio, cosas de los espectros. Porque la literatura está hecha por espectros. Y si tú firmas un texto y lo divulgas; éste ya pertenece a un muerto. Los muertos hablan, exprimen sus símbolos inamovibles:

En el rincón han abandonado las arañas sus telas. Yo entiendo los lugares por las telas. El descolorido tono de las cortinas y las manchas de la alfombra. También los aguayos usados para tapar las ventanas y esconder la desnudez. Tu desnudez es vergonzosa, tu desnudez no tiene alivio. Tu desnudez existe si yo te miro los huesos, y entonces apareces en una insoportable blancura de luto.

Todos han regresado. Vienen de usar el lenguaje del cuerpo. Entonces la danza es un abrazo en el que se desea el atrapar el espacio. Y penetrar no es suficiente pues se debe buscar con los dedos, con las palmas, con los oídos. Entonces el poema florecerá al centro.

Más allá, bajo la sombra del alero un cántaro aguarda.
El lector va a nacer con la primera frase.

Entonces debemos dar vuelta la hoja y guarecernos. Esta es la voz que sólo va, este el silencio de lo escrito.

jueves, noviembre 17, 2005

El sueño del silencio

Después de todo, no hay mejor que el sueño del silencio donde la conciencia nos regala una paz que no merecemos.

Vivir es ese desconcierto, morir aquel silencio.

martes, noviembre 15, 2005

Paisaje

Uno podría pasarse horas describiendo el paisaje, dibujando por ejemplo la tarde con todos sus jaspes y su oro mágico detrás de los grandes árboles; y después que los ha nombrado, quedarse hablando de las plazas y los parques, de los lotes baldíos, y de las calles de tierra, de los barrios marginales perdiéndose en la selva. También podríamos ingresar a la memoria, rebuscar sus más tiernos agujeros y recuperar a esa muchacha por quien gritamos como desquiciados aquellas madrugadas lejos de su calor y de sus ojos luminosos, contar también sobre los vinos y los buenos amigos de la bohemia; pero todo aquello, ahora, no significa nada. El horror mora adentro. Y es lo único que parece golpear: ese caerse de los días, ese elemental anhelo de no se sabe qué.

Ahora mismo, veo cómo mis pequeñas habilidades han muerto. Aquellas que hicieron mis ilusiones de adolescente. Recuerdo, por ejemplo, mis destrezas como jugador de ajedrez desde niño – estampadas en mi memoria están las cotidianas noches de intricadas y emocionantes partidas con mi padre y los campeonatos y premios colegiales; los primeros años de la universidad cuando le brindé pasión y largas horas a su estudio, ejercicio que me salvó del dolor de la soledad; pero, después de haberlo abandonado por cerca de veinticinco años, ahora toda esa ambición se ha ido, acabo de comprobar que me he convertido en un jugador descuidado. Lo mismo podría decir sobre otros intentos, mencionar que dediqué los primeros tiempos de mi juventud, con más ardor que talento, a la guitarra, a componer canciones, a imaginar que podía llegar a ser concertista, o al menos payador; y hoy difícilmente me inclino a demorarme en un rasgueo, preferible de aires de la tierra, a entonar ciertas canciones quechuas, o canturrear un olvidado cante jondo, trivialidades que escondo cada día más. Estos son algunos de mis muchos abandonos. En realidad ya nada me anima que no sea la literatura. Esa avara a quien he entregado mis sueños, mis trabajos y mis días.

Y aquí viene la terrible pregunta: ¿Qué es lo que la literatura me ha dado?

Tengo la angustia dentro de mí. La angustia de sentir que ésta es una leche que no sé que sabor tiene. Entonces sufro, a excepción de aquella hora en que consigo leer cierta página brillante, Borges, siempre, Alejandra Pizarnik, a la que pocas veces ya frecuento, Saenz, Pessoa, o cuando me vienen los afanes de seguir descubriendo al Dante, o los trances en que sucede aquel milagro de lograr escribir un texto que tiene enjundia pero que pocas veces me satisface. Es en ese momento que me encabrito y salgo de mí y ya no puedo seguir leyendo, y no puedo seguir escribiendo. Así es que marcho hacia la noche, como si fuera la amante, el agujero que espera, voy atolondrado detrás de su ojo negro, olfateando demente su regazo de tinieblas, tan colmado estoy; pero la noche está cicatrizada, imposible ya de penetrar, yo voy y me recibe sin decir nada. Camino, claro, husmeando su mundo. Busco en el cielo una luz verdadera entre tanta estrella muda, y nada, la gente pasa apurada, no me dice nada, el barro inmemorial que forman los charcos, las farolas de las esquinas, los automóviles que pasan feroces buscando la muerte, no me dicen nada. Y el vaso que tengo sigue lleno sin poder vaciarlo. Me digo: “Calma, es el horror que mora adentro.” Cuando no hay nada que sosiegue, cuando el espíritu se ha perdido ya desorbitado en su heterogénea plantación que huele como el monte, que suena como el monte, que te devora como el monte.

martes, noviembre 08, 2005

Sombra blanca

Hay una sombra blanca sobre las cosas. Se diría que comprender no es la palabra, transitar acaso, ingresar como un tañido; pero es una sombra blanca y nada puede tocarla, nada pueda alterarla, modificarla. No hay forma de que ocurra la profanación. Una sombra es una sombra, y ella juega según su sol. Un sol que desconozco. Un sol cadavérico como la luna.

sábado, noviembre 05, 2005

Miradas

Han sido tales los comentarios de Oscar Barbery y Claudia Peña Claros a Naufragar que han permitido que el diálogo sobre este perturbador tema siga con gran intensidad. Así que he decidido publicarlos como nueva entrada, incluyendo el último comentario, que es mío.

Oscar
¡Caramba! ¿Qué hace uno espiando a Claudia y a Gary? Espiándolos uno, chapoteando en sus mareas, poniendo uno otra voz como una interferencia radial en los cantos de sirena. Hundiendo uno los pies en la entrañas de esa isla tan isla, en busca del tigre ese tan tigre en su amarillez y su hambre; para salvar a Claudia del tajo y del destajo felino, que salvar es lo que hacen los caballeros andantes, aún los voyeuristas;por que cuando el tigre come, sólo hay gemidos y uno es un voyeur de las palabras. Qué hace uno en esa charla de Gary y Claudia deseando salvarla a ella del destierro y devolverla a su cama, protegida bajo el peso de alguien que le pregunta si dormía, porque de allí surgirán sus futuras palabras que hablarán con Gary, húmedas, con garras y colmillos y sibilinos canturreos, es decir, carne de cañón para que uno siga espiando, y a esta altura me pregunto qué es del tigre; si uno puede arrastrarlo hasta un circo escuela para investigarlo a lo Discóvery, a lo planeta salvaje, a lo Geografic Planet, para aprender de él, el por qué de su apetito.

Claudia
Gary, te escribo mientras duerme el tigre. Amanece, y hemos pasado la noche mirándonos, como tantas otras noches. Paciencia infinita la del tigre, que espera una pequeña señal de debilidad, la más leve, para arrastrarme entre sus garras, lamer mis piernas y devorar mi espalda. ¿Sabías que los tigres prefieren atacar de costado, o por la espalda? No son como los hombres, que atacan de frente y con palabras. Los tigres atacan el cuerpo. Y es mi cuerpo lo que mira este tigre, no para saborearlo, sino para deglutirlo. Mientras tanto, otros nos miran. Miran el silencio entre el tigre y yo, miran esta carta, y te miran a vos, mientras lees. Cada cual desde su isla. ¿Cómo serán esas otras islas? ¿Habrá tigres allá también? ¿O serán tigres ellos mismos? Porque al final, los temblores se desatan cuando llega el día, no? Cuando el tigre duerme y debemos subsistir sin sus ojos amarillos, sin su impulso animal.

Gary
¿En otras islas, dices? En otra isla fui yo un tigre derrotado. Iba en busca de la presa, pero la presa era tigrera. Yo bramaba sobre la tierra, y la tierra tremía, los pájaros alzaban vuelo entre las ramas y todo el bosque era despojo del miedo. Débiles los magníficos herbívoros salían despavoridos por las sendas de oro del otoño. Apenas la tigrera hacía como que esperaba, escondida entre los matos, y yo en pos, las garras bien dispuestas y mi fuerza descomunal con la calma de quien sabe que es el señor de la montaña. Pero la tarde es tarde y no permite otra cosa que la ilusión del sueño. Entonces yo soñé que allí estaba la hermosa, el objeto de mi cacería, la silueta vital que yo adoraba atacar para vencer y señalar la historia. Pero sus ojos eran de fuego; así, no podía embestirla de otra manera que no fuese de lado, como aquella cierva blanca de ajeno sueño, y por eso mismo sin brutalidad, apenas con ternura. ¿Qué ternura es ésta la del tigre que quiere matar? Así fue que sentí la daga profunda en mi costado, la herida fatal. Supe que en esta partida el cazador era el cazado: iba a morir. Y mi muerte fue digna de la memoria. Desollada mi piel fue salado trofeo de su casa. Y la noche cayó como el diluvio y ella al fin pudo tenderse sobre mi cuerpo, tratado ya como nueva alfombra, olvidados los días y el fulgor de mis ojos que fueron sol de los tigres en los senderos.

Oscar
Ser alfombra. Triste final del tigre que describe Gary. Extraña historia ésta, que se inicia con un intento de poesía a media mañana, habla de vientos de la noche, de una noche con islas y de una isla con tigre que come de costado o por la espalda. Esta noche, este mar con cantos de sirenas y la cama en donde Claudia escapa como polizonte que se "apea" de un barco y es desterrado a una isla. Súbitamente el tigre empieza a asumir protagonismo, y su hambre se traga a los vientos propicios, a la Noche y sus islas y a la cama-barco y por último amenaza con tragarse a Claudia, lamiendo sus piernas. La poesía se vuelve colmillos, garras, ronroneo felino. Sebastián saluda y pasa de largo. El vouyerista intenta entender y en su espiar empieza a envidiar el apetito de la bestia amarilla que se devora el mundo. Pero cuando se espera que las líneas negri-oro del tigre retumben grandilocuentes como relámpagos, un tigre se confiesa victima de una tigrera y se muestra convertido en una alfombra salada y con manchas, en donde se acuesta la tigrera convertida en tigresa, pues ¿uno es lo que come? Tigresa, tigre alfombra, gato voyeurista, todos ellos, para no jugar con las palabras tan inútilmente como decir: "de un plato de tigro comían tres tristes tigres", empiezan otra vez sus juegos sobre esta isla, pellejo del tigre liquidado, con rayas como surcos nerviosos, isla con surcos electrocardiográficos, es decir, terreno apasionado.

viernes, noviembre 04, 2005

La lectura de nuestro interior

Mirarte hacia adentro para comprender cómo te leen los otros. Preguntarte si aquellos signos que esos otros encuentran en ti hacen que te reconozcan ciertamente. Esa entrega que es parte de tu moneda cotidiana ¿qué color tiene? A sabiendas que la cuestión no es el color sino el modo. Dices opiniones sobre la literatura, te parece que tus palabras llegan a buen puerto, pero tú sigues inestable como si tu faro brindara luz pulsante no destinada a alumbrar directamente sino a enviar mensajes codificados que sean interpretados por algún alma preparada para hacerlo. Pero el código está tan impuro por los símbolos subjetivos y propios que sería verdaderamente un milagro que aquello ocurra. Entonces percibes que estás solo. Entonces intuyes que andas dilapidando tu dinero espiritual.

martes, noviembre 01, 2005

Naufragar

He aquí otra correspondencia con Claudia Peña, con la que suceden estos diálogos surrealistas.

Claudia
Y si te mando un intento de poesía a media mañana? Y si te advierto que el verano está llegando y son propicios los vientos para naufragar?

Gary
¿Son propicios? ¿de cuál viento se trata? No creo que se trate ni del indeciso Notos, ni del violento Bóreas -viejo implacable-, pues son vientos de otro hemisferio. Ha de ser el viento de la noche. Hemos de hundirnos en la púrpura noche. Hay en ese mar siempre una isla. En aquella isla siempre una rama y un rayo de otro sol, el sol amarillo y soberbio de los tigres. Naufragar. Esa es otra cosa. Naufragar, ¡cómo no! Desarrapados, acaso lastimados, con la piel ya ardiendo por la luz meridiana. Pero libre el espíritu ante el horizonte y el mar, y nadie en las espladas!

Claudia
La púrpura noche y su mar. Cantaban las sirenas, y su canto llegaba hasta mi cama. En mi cama, el cuerpo de un hombre pesaba sobre mí, cada vez más fiero, cada vez más otro. Escuché el embrujo de las sirenas y despacito, sin despedirme, fui escabulléndome hacia afuera. Me habrá buscado, al despertar. Habrá pronunciado mi nombre, el otro, el nombre antiguo, gastado ya. Apenas el silencio le habrá contestado. El viento del mar es pesado y húmedo, como la lengua del tigre y sus ojos amarillos. Yo vi sus ojos, y él esparció su aliento feroz en mi cara. No está libre mi espíritu, mientras este tigre luminoso hipnotice la noche, en una isla perdida, donde la única carne devorable es la mía.

Arena

La sensación del cuerpo es de tal manera, que la incomodidad se centra en los genitales. Así la atención se reduce, todo el derredor nos agobia y no tenemos levedad. Solamente con la levedad llega la alegría del espíritu.

Es necesario escribir para obtener levedad. Cada palabra, cada frase nos extrae de ese centro ubicado en las bragaduras. Y requiere de concentración, de fuerza para desatar el nudo en el que nos hemos embrollado. Conozco, sé que hay un afuera donde podríamos ser felices, a pesar del vértigo. Pero, ¿quién podrá caminar hacia el afuera? ¿Cómo obtener valor, mantener la mirada, tener le corazón firme?

Todo lo humano nos traspasa. Tengo dedos, cierto. Tecleo. Escribo. Las frases se estacionan. Así mi desazón se inmoviliza replegada a cinco centímetros; cercana, pero al fin extraída de mí, arrancada. Adentro, paisaje blanco, ha quedado la soledad, limpia como el hielo hermoso de las barrancas. Con todo, aquello no permanece, perdura apenas un instante, precario como el poema, efímero como el lenguaje.
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