viernes, febrero 25, 2011

La Pasión del lenguaje

La Pasión del Lenguaje
Mauricio Peña Davidson
Editorial Universitaria
Santa Cruz, 2005





El juego de abalorios es, por lo tanto, un juego con
todos los contenidos y valores de nuestra cultura;
juega con ellos como tal vez, en las épocas
florecientes de las artes, un pintor pudo haber
jugado con los colores de su paleta.

El juego de abalorios
Hermann Hesse

Si en alguna profecía nos complaceríamos creer sería en aquella cuyos papiros, pulidos noche tras noche por la piedra pómez de la imaginación, retraten en su cuerpo las urdidas ficciones que sobre personajes futuros, intensos y de una vitalidad sobrecogedora, ha dejado la literatura. Mucho más cuando esta premonición se cumple. No es otro el caso de Jorge Luis Borges que a nuestro parecer ha sido presentido en las páginas de la novela El juego de Abalorios de Hermann Hesse, a semejanza de su personaje principal el Magister ludi, o maestro del juego.

En aquella obra fantástica, Magister ludi, o maestro del juego, es el tratamiento que se le brinda al más elevado ejecutor del juego de abalorios, que no sería otro que el concierto de la sabiduría, irónicamente representada por sus elementos como abalorios, o cuentas de vidrio, una suerte de extraordinaria bisutería, piezas sin consideración económica, tal y como la sociedad las considera. Este concierto sería el resultado de la conjunción del enorme material de valores espirituales de la humanidad, conocimientos elevados, conceptos, el esfuerzo creativo del arte y su contemplación fructificada en ideas; de forma tal que son utilizados por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por su organista; este órgano –nos dice Hesse- es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo(1). Y es éste el contexto que nos ubica cuando hablamos de Jorge Luis Borges, Magister ludi. Un creador capaz de asombrarnos con su particular habilidad para dibujar –en base a la cultura de occidente- un modo de leer y un modo de mirar. Es decir, hacer una obra cuyas armonías están construidas con los elementos de la cultura elaborada durante la historia de la literatura de occidente, que no es más que el testimonio de su cultura. Si esto ha sido posible, la magia ya está planteada. El mago, el maestro del juego, nos enamora en cada uno de sus rostros: narrador, ensayista, conferencista, traductor, trovador, bardo, poeta.

Esta manera de hacer literatura no es otra que la del buen leer. Borges es, por antonomasia, el maestro de lecturas, con tales mayúsculas que la suya nos ha modificado la propia. En consecuencia, el hombre del siglo XXI no podrá realizar el acto del buen leer sin recurrir a la cualidad borgesiana. ¿Y cuál es el la cualidad borgesiana de leer?

Mientras que, como dijo Ben Johnson, la curva del discurso se dirige de Homero a Virgilio, de Virgilio a Dante, de Dante a Milton, Klopstock, Joyce y la retrospectiva explícita de los cantos, advertimos a esa columna madre de las líneas que hacen al árbol de la literatura occidental. George Steiner anota que ha habido quince Orestíadas y una docena de Antígonas en el arte dramático y la ópera del siglo XX. Arquíloco señala a Horacio, Horacio a Johnson, Johnson a Dryden y Landor, Landor a Robert Graves, o como en una rama local anotaríamos Horacio a Tamayo, Tamayo a Jorge Suárez, Tamayo a Oscar Cerruto. Estos elementos de tradición y limitación tienen la esencia de una visión clásica del mundo. Si la literatura occidental —de Homero y Ovidio al Ulises, e inclusive a las eruditas monografías de los cantos de Pound — ha sido tan ampliamente referencial (cada obra importante reflejando lo que ha sucedido antes y dirigiendo la luz sólo un poco fuera de un foco dado y no más), la lectura borgesiana ha roto con ese modo, los textos de Borges se pasean por toda la literatura construyendo ensayos verticales, discretos y vertiginosos de lectura. Haciendo del discurso una ficción adicional, lleno del espíritu humano, humor y metafísica de todos los tiempos, que ya no podemos eludir.

Este Magister ludi, fundador de la más alta escuela de lectura, deviene luz de esperanza para las futuras generaciones, en la medida en que la orfandad de los maestros de lecturas ha dejado a nuestras sociedades inmersas en un oscurantismo lleno de la innumerable cantidad de textos editados, la variedad maniática de películas de cine de todas las formas, la acosadora vorágine de imágenes de la televisión, las revistas para hojear, los folletines cotidianos, el centelleo de los sitios de la Internet, que hacen de agujero negro donde la mirada inexperta se pierde y no consigue interpretar; por lo que, dominado por los eslóganes, el hombre contemporáneo sucumbe y se deja arrastrar por las llamadas que, de aquí y de allá, lo manipulan sin descanso hacia un futuro que es la patria de la inseguridad.

Esta escuela de lectura tiene, en diversos sitios del planeta, ya sus oficiantes, borgesianos, sin duda, capaces de, como su maestro, entregar ese dedicado amor por la cultura a sus conciudadanos. Mauricio Peña Davidson es, para fortuna nuestra, el más prominente de aquellos en nuestro medio. Su erudición, su memoria, sus maneras de mesa, pero principalmente su pasión por la cultura, nos atraen y nos llevan hasta los insospechados lugares donde los valores estéticos atisban, en la tensión de una revelación no revelada, detrás de un discurso fragmentario hecho de frases, versos y párrafos orales, llave seductora de los mejores sitios de la literatura, libros y autores de su canon personal.

Y en la culminación de ese ejercicio, de esa maestría, Mauricio Peña ha querido dejarnos un testimonio que ha denominado, no de manera casual, La pasión del lenguaje; con una aclaración que dice Aproximaciones a la poesía de Jorge Luis Borges, como no podía ser de otra manera, fundando la escuela.

Este libro tiene una enorme importancia en la medida en que su autor, lejos de la palabra enrevesada cuyo cultismo en lugar de dar brillo espanta, nos enamora y nos fascina. Para cualquiera que desee conocer la poesía de Borges, para aquél que quiere acercarse a la poesía en general, para el que ya vive adentro de esa maravilla, para los jóvenes y para los hombres experimentados, para todos, éste viene a ser no solamente una deliciosa experiencia, sino la mano que lleva hasta el territorio del verso, donde los hombres tienen la posibilidad de encontrarse con la belleza, para vivir un momento de dicha que no se los dará nadie, sino ellos mismos: la lectura de poesía.

Mauricio Peña nos dice que en el mundo poético de Borges la vida es metáfora del sueño y el sueño lo es de la muerte, sin embargo nos hace notar que ése es solamente un esfuerzo literario por encontrar un consuelo que, según Peña Davidson, el propio Borges disolverá con la dramática declaración que anula esos mundos para dejarlos tan sólo como fantasía: El mundo desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Otra de las preocupaciones del libro es la llamada enumeración caótica, no como técnica literaria, sino como cifra del universo, y para que conozcamos la opinión del propio Borges, cita el poema “Alguien sueña” que dice: Ha soñado la enumeración que los tratadistas llaman caótica, y que de hecho es cósmica, ya que todas las cosas están unidas por vínculos secretos. Esta declaración borgesiana que raya con la magia, desconcierta a Peña, para quien el autor es más bien un escéptico. Pero… ¿Qué poeta se negará a creer? ¿No hay en la poesía el encantamiento de la fe en una verdad que aunque desconocida parecería acechar en la belleza?

El Borges de Mauricio Peña es un poeta que juega con el lector, pero un juego que es capaz de ciertas venganzas poéticas, de construcciones teologales, de interpretaciones místicas de la realidad. Acaso para descanso del asombrado lector exista precisamente este poema, “Alguien sueña” que pertenece al libro “Los conjurados”, numerado y listado en sus dos versiones, la de 1984 y la de 1985, en “Borges corrige a Borges”, capítulo x del trabajo que nos ocupa. Allí el autor, no sin razón, afirma que Borges nos deja un testamento de lo que fue su quehacer poético, después de -como ilustrativamente nos demuestra, señalando cambios, inclusiones, traslados y eliminaciones- haberlo trabajado intensamente para modificarlo y lograr el discurso definitivo.

En el libro se cita que la literatura es también una forma de alegría. Esta declaración estaría íntimamente ligada con la claridad, pero de tal forma que la claridad debe llevar consigo la profundidad, exigiendo cada autor, de su lector, un bagaje para aproximarse. Y esto ocurriría en el modo que Javier Marías, un escritor que podemos considerar ya como de la generación heredera de Borges, nos dice, “no se trata de pensar en la literatura sino pensar literariamente en otras cosas”. Así Dante, Virgilio, Homero, Shakespeare, Cervantes y Platón, a los que Borges habría siempre regresado. Más allá de esa pléyade –la casa no olvida-, Mauricio Peña no puede dejar de nombrar a dos poetas bolivianos, Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo; al primero Jorge Luis Borges lo tuvo siempre presente, más allá aún de lo que hasta hoy la crítica ha podido percibir, del segundo dijo jamás haberlo leído, a pesar de las impresionantes coincidencias que el autor asegura haber encontrado entre ambos.

Pero, capitalmente, este trabajo se dedica a señalar, en primer lugar, que el mejor Borges es el poeta, que en su poesía estaría cifrada la excelencia de su producción literaria, en segundo lugar, que la poesía de Borges seguiría el dictamen de que casi no existe poesía de la felicidad, cerrando el ensayo con los siguientes versos, que lo definirían:

Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta.

El volumen trae consigo un anexo con los comentarios que varios escritores ensayan sobre Borges, para mostrarnos el contexto en que universalmente se recibe la obra de este coloso de las letras del siglo XX. Construido así, La pasión del lenguaje se convierte en un importante aporte, no solamente a las letras bolivianas, sino al estudio global que este tremendo escritor ha concitado en todas partes del mundo.

Borgesianamente, Mauricio Peña Davidson juega a imaginar que los libros son sueños hechos para que los demás sueñen. Este libro no estaría libre de dicha sentencia, por lo que también pertenecería a esa biblioteca onírica, donde nosotros, los lectores, tomaremos vestimenta fantasmal para abrevar en sus páginas la voz de Borges; y entonces comprobar, después de leer La pasión del lenguaje, que sus páginas nos incitan a aproximarnos a la obra del gran poeta con renovada emoción, mientras nos damos cuenta que, gracias a Mauricio Peña, queremos mucho más –si ese verbo es posible entre el autor y sus lectores- a Jorge Luis Borges.

Gary Daher




(1) El juego de abalorios, Hermann Hesse, 4ta edición, Santiago Rueda – Editor, Buenos Aires 1967

jueves, febrero 17, 2011

Purgatorio II


Sufrir quemaduras, sentirse arrasado de dolor hasta que el ojo interior del miedo grite, saber sin saber del desmayo de las llamas. Imagen de los calcinados en las torres que erigieron los poetas sobre la llanura del tiempo y que asaltadas las derruyeron los días de una vida breve donde el poema no es más que precaria obra, versos inútiles. Viva es la sensación de su lengua. Arde y tortura.

¿Por qué, ahora, el fuego, que día antes no sentía, el mismo que con voz calma a Dante entregaba para llegar al Paraíso, hoy es en mí como aquella apremiante aurora que el herrero conoce porque doblega hierro, porque enrojece acero?

He sido abandonado. Yo que atento y diligente seguí las tareas de Beatriz, guiando al amado discípulo por las secretas tierras de los muertos, vengo a desandar llagado. ¿Qué premio es éste, permitirme mirar el Paraíso? ¿Por qué la Suprema Voluntad admitió que me deslumbrara el cielo de unos ojos, y despedirme infeliz para perderme en el regreso? ¿Qué pago es éste? Los condenados al infierno no debiesen ser fieles a nadie, no le deben a nadie, su destino está definido, pero seguimos paso a paso la ley de las voluntades que nos oprimen.

El viento de este fuego no purifica, sólo daña. ¿Sufrir para tener que alejarme de quién ancló su dardo? ¿Padecer para esconderme del amor? Tal la tortura de este sitio perverso.

Y mientras cruzo este valle en llamas, violenta mi alma se alza de un largo reposo para gritar el dolor de saber que la belleza hiere en cuanto se la conoce, y la dama que allí eché de ver tan de otro mundo, vedado y lejanamente hermoso.

Ya salí al fin de esta tortura de fuego, temblando me ha llegado el crepúsculo. De repente campanas llueven dando las horas de la noche.

Libre por un momento de los martirios que deja la roja pared del Paraíso, siento el alivio de recostarme sobre la hierba bajo el manto de agujas como ojos, ojos del Purgatorio, brillantes estrellas de su bóveda, espíritus silentes que moran dentro del mundo de los muertos, pupilas de la enorme casa que nos rodea: misteriosos, implacables, carceleros. ¿Son por ventura almas que miran desde la Gloria? ¿Echa de ver, acaso, Matilde, mi errar sufrido, mi oscuro regreso al exilio de palabras con los poetas cautivos? Nada dice que fuera lo contrario. Sólo el sueño, el único amigo que queda, hermano del olvido, de repente llega y nado entre sus aguas como pez recién nacido, escondido entre las grutas de su agua bendecida.

jueves, febrero 10, 2011

Los valores de la literatura

Discurso de Susan Sontag (1933-2004) al recibir el premio Príncipe de Asturias 2003

"Sans un idéal inaccesible, point de vocation authentique"
Marcel Bénabou

"La índole más alta de moralidad es no sentirnos como en casa en el propio hogar"
T.W. Adorno

La concesión de un premio crea una situación inusitada. Quienes lo otorgan están obligados a creer que su decisión ha sido la óptima. Quienes lo aceptan están obligados a creer que se lo merecen. Ambos supuestos, en una circunstancia determinada, podrían ponerse en entredicho.


Estos discutibles supuestos son aún más dudosos si el premio no se otorga a una actividad cuyo mérito puede medirse con más o menos objetividad, como el deporte o la ciencia, sino al dominio de la cultura, las artes y el pensamiento.

En éste, el mérito parece resistir la medición objetiva. En efecto, parece que, en las artes, el único juicio seguro es el de la posteridad; con ello quiero decir el juicio emitido dos o tres generaciones después de que la obra está concluida y su autor ha desaparecido.

Mueve a la humildad saber que, de todos los libros encomiados, de los libros tenidos por parte genuina de la literatura, y publicados, digamos, en cualquier decenio en particular -nunca más de cinco a diez por ciento de las novelas, la poesía y el ensayo serios publicados en el periodo-, sin duda no más de uno por ciento en efecto perdurarán, es decir, su interés será permanente, parecerán valiosos, aún los disfrutarán las generaciones venideras y merecerá la pena leerlos y releerlos.

Nadie puede predecir el juicio de la posteridad -que en última instancia es el único que cuenta- acerca de una obra literaria o artística en particular. Por lo que en este sentido toda distinción en el ámbito de la cultura sólo puede expresar un reconocimiento condicional que espera su confirmación o refutación posterior. No obstante, esos galardones nos parecen menos problemáticos si pensamos que manifiestan algo más que reconocimiento o fe en los logros de cualquier escritor o artista. Manifiestan una fe en la propia actividad.

Por lo tanto, la mejor reflexión que puede hacerse sobre un premio literario significativo es que afirma la importancia, la gloria (si se me permite una palabra tan grandilocuente), de la literatura misma. Éstas son al menos mis reflexiones en ocasión tan destacada, en la que he sido distinguida como una de las dos merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de Letras.

Cuando pienso en la literatura, en la infinitamente diversa aventura de afanarse con el lenguaje para contar historias y transmitir el conocimiento profundo en el que me he anclado, comprometido, durante toda mi vida como persona moral y consciente, pienso en un amplia escala de valores que en realidad son metas o modelos con los cuales juzgo mis actividades personales y literarias.

En un sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad literaria.

En esta segunda y más valiosa acepción, la literatura honra -y representa- metas ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo, son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente porque resulta muy difícil mantenerlos.

Alguien podría rechazar, como una suerte de enternecedor disparate, lo que me propongo encomiar aquí. Pero yo no lo veo así en absoluto. Estas normas morales, estos ideales, no son una ilusión.

Imaginemos la literatura como una utopía... un lugar en el que imperan los modelos más encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una interpretación determinada de la literatura, de la que importa, que sigue importando durante decenios, generaciones y, en pocos casos, durante siglos.

Ésta es mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que sustenta la empresa de la literatura.

Uno. Las actividades literarias (la escritura, la lectura, la enseñanza) son una vocación ideal, una prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las nociones comunes de "éxito" y al estímulo financiero. La literatura es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia. Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia otros seres humanos y el lenguaje.

Dos. La literatura es una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las comunidades débiles o marginadas. Esto implica que no se hace uso de la literatura o de los premios literarios para respaldar fines ajenos a ella: por ejemplo, el feminismo. (Hablo como feminista.) Esto implica que no se reparten recompensas a los escritores como medio de pagar consecutivo tributo a la diversidad de las identidades nacionales. (Así es que si los mejores tres escritores del mundo son, por ejemplo, húngaros, entonces lo ideal es que los jurados de los premios no se inquieten porque los húngaros reciben demasiados galardones.)

Tres. La literatura es primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes escritores son parte de la literatura mundial. Deberíamos leer a través de las fronteras nacionales y tribales: la gran literatura debería transportarnos. Los escritores son ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos los unos a los otros. Si consideramos que cada logro literario significativo es, en última instancia, parte de la literatura del mundo, nos hacemos más receptivos a lo foráneo, a lo que no es "nosotros". El poder característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.

Cuatro. Las diversas pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de los valores seculares.

Es posible, desde luego, exponer lo que denominamos modelos de un modo más enérgico (y acaso más controvertido), como antipatías, como negativas. Así es que, para enunciar de otra manera lo que acabo de decir:

Uno. Desprecio a los valores mercenarios.

Dos. Aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores; por ejemplo, celebrar a los autores sobre todo en calidad de representantes de comunidades que se imaginan marginadas, con el fin de manifestarles su apoyo.

Tres. Cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales.

Cuatro. Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura.

Estos son en efecto valores utópicos. No se han cumplido. Pero la literatura, la literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimulan a los escritores. Aún nutren a los lectores, a los verdaderos lectores. Y es también lo que celebra todo premio literario importante.

Por estos valores me honra que la Fundación Príncipe de Asturias me haya elegido como una de las galardonadas con este destacado premio.

martes, febrero 01, 2011

La batalla de Ragnarok

Pienso en la batalla de Ragnarok, en Lif y Liftharsir, libres de las ramas del Árbol del Mundo, repoblando la tierra de rosadas criaturas.

La batalla de Ragnarok es un evento mítico. Un espacio destinado al triunfo del desconcierto: El mundo y los dioses condenados a la destrucción. Nadie puede vislumbrar los terribles inviernos que uno tras otro desolarán la tierra. Ni la espantosa guerra universal que con su viento de infiernos resolverá las ataduras de Loke, dios del engaño, de la mentira y del caos, y de Fenris, su turbio hijo lobo.

No es que no lo crea, es que no puedo imaginar a ese injerto de Angerboda, la enorme princesa, premonitora de daños, devorando de un golpe toda la luz del encumbrado sol (será por ventura un viento de ceniza, una humareda pertinaz), tampoco la muerte de Odín –quién puede soñar la muerte de alguien cuya forma se desconoce y cuyo oído es veterano para entender a los cuervos, metáfora de los poetas y de las gentes exaltadas que levantan himnos y las kenningar.

También se ha oído decir que surgirá, en medio de la batalla, Thor, el del palacio de las 450 habitaciones, levantando su violento e implacable mazo para aplastar a la Serpiente del Mundo. La fornicaria quedará vencida, pero también Thor, que se revolcará y sucumbirá en la oscura muerte emponzoñado por su ya conocido apetitoso y urticante veneno. Ninguno de los dioses conocidos quedará en pie luego de la batalla.

En el final del fragor se verá a Surt –eso dicen- guardián de los fuegos de Muspell desde el inicio del tiempo, y liberando las sagradas llamas destruirá el mundo. El fuego purifica. El fuego vence. Destruido el mundo –asaz degenerado, asaz perverso- surgirá lo nuevo. Sobrevivirán los hijos. De Odín, Vidar y Vali, de Thor, Modi y Magni, mientras que los olvidados dioses Balder, dios de la luz y de la verdad y el ciego Hod volverán a la vida. Ellos se sentarán en la nueva tierra y hablarán del mundo pasado; en la hierba encontrarán las piezas del ajedrez de oro de los dioses. Yo los adivino jugando su severo juego, para que los descendientes de Lif pueblen los días y las noches. Todo esto en el tiempo cuando el dorado caballo se coma a la torre, mientras el oscuro peón alcance la orilla y se corone pleno.
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