jueves, abril 20, 2017

Para Dar Fe de las Pequeñas Mudanzas

Pequeñas Mudanzas, hermoso libro de la poeta Paura Rodríguez Leyton, ganador del Accésit del Premio Fernández Labrador de Salamanca y que será publicado en España, es como una caja de resonancias de nuestras más íntimas, pero escondidas, preguntas sobre la aridez de la vida. Una aridez, resultado de la mecánica de los días, que nos empujan a lo que la poeta llama la desmemoria, el destejer de lo vivido, como si se tratase de una Penélope moderna donde destejer equivoca el curso del tiempo, enturbia el agua.

Este destejer, en Pequeñas Mudanzas, se traduce como los cambios afligidos que tomamos en el trajín de la vida: Cambiar de empleo, los niños que se gradúan, envejecer.
En este tránsito, los recuerdos desaparecen. Hay lo que la poeta llama una calidez en peligro de extinción. Vivir el aquí, ahora no recompensa. Y queda una extrañeza en ciertos recuerdos que nos hablan de una calidez (acaso el término que más nos acerca al dolor del poeta, en el sentido de su ausencia), que ya no podemos asir, que no se puede recuperar.

Y si uno se da cuenta, y estos poemas provocan, como toda gran poética, que tomemos consciencia, entonces ocurrirá, se revelará la profunda tristeza por la niñez perdida. Y de la cual no queda ni la memoria intacta, ya que la inocencia rota la ha contaminado.
En el texto, el lector encontrará una consternación subyacente por lo mecánico, por lo repetitivo, por lo no primordial. Por eso, ante la pérdida de la inocencia primera, gracias al ruido de la tecnología, es decir, ante la pérdida de lo esencial, la poeta se pregunta:

¿Acaso
no seremos
primitivos
de nuevo?,
¿acaso
ya no
descubriremos
el
fuego?

Enigma sin respuesta inmediata, aunque el libro tiene sus señales. Aquí, encontramos una referencia a Oscar Wilde que podría darnos una de las líneas del cuestionamiento planteado. Pues si leemos el cuento El ruiseñor y la rosa, aludido por la poeta, este puede ser revelador, ya que en el cuento de Wilde el pájaro poeta muere con la espina en el corazón para crear la belleza, una rosa, que es definitivamente inútil en un mundo hecho de consumismo y competencia.

Y la poca memoria, que todavía persiste porque está hecha de huellas dejadas al abrir los candados, que suponemos abren las puertas de lo clandestino, de lo que pervierte la inocencia, hace que la infancia sea un páramo (ya han sido arrasadas las flores) en el que solamente reina el silencio de lo prohibido lleno de plúmbagos, esas flores celestes, pequeñas, y mágicas que crecen en un cierto desorden de arbusto, que nos fascina.
En los reinos de la poesía, la poeta vive deslumbrada, pero se siente desangelada porque ha perdido la cualidad de lo niño:

Mas
no se revisten
de lo incierto
que era
ser niño
y
no
conocer
el cuerpo.

Aquí se delata un divorcio con el universo, para el cual no existimos, y del cual no tenemos noticias. 
No, no somos el fuego de una marea habitada de voces.
Tampoco la memoria callada de la piedra nos registra en su sangre.
El verde canto de un pájaro no llega a rozarnos el tímpano.
No, no somos la sílaba que ocupa un espacio en la mudez.
¿Qué huesos edifican nuestra sombra?
A veces, entre las ruinas,
avanzamos dichosos
ignorando nuestro estigma de ángeles desalados.

Estaríamos atrapados en el cuerpo y sus pequeñas rutinas, pero en el último poema nos dice ¿Irte de dónde?, / fuera / del tiempo / los sueños / son inciertos. Porque sería imposible imaginarse fuera del tiempo y su mecánica menor de pequeñas mudanzas, y la poesía se limitaría a un temor, el temor a la muerte, que es en este caso el mismo temor a la desmemoria total, a que las cosas pierdan los nombres.
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