domingo, marzo 29, 2009

Navegare Necesse Est

Tú crees, por tu soberbia, que vivir es el arte de navegar. Y como un buen marino hay que saber cuándo izar o cuando arriar velas, cuándo remar, cuándo dirigir el barco, o flotar. Porque más que una técnica, dices, es un talento: el buen marinero sabe descubrir en las estrellas el rumbo, y en el olor del viento, la cercanía de la tierra. Sale bien librado de las tormentas y sabe aprovechar los días de buen aire, y en el sol, la maravilla del mar. Así, resumes, en la vida, aquél que sabe el arte, vive; el que no, sucumbe, naufrago existencial, y muere ahogado.

Podemos estar de acuerdo, pero nada es tan fácil como parece. El atolondrado navegante que ha sido puesto sin tomar conciencia de su destino, al comando de una precaria nave en un peligroso mar inaccesible, no tiene bitácora ni sextante, y su conocimiento del celeste imperio de las constelaciones es tan escaso que no sólo no sabe a dónde ir, sino que no sabe cómo hacerlo.

Hay, sin embargo, un pobre consejo para ti que algo sabes del cantar y buscas. Digo, si en estas islas, en la santa cruz de los días, desfallece el aliento y el cielo encapotado ciega todas las estrellas, prepara tu cítara y canta hasta que la lluvia deje de golpear la cubierta.

Mas vigila que tu canto sea suave, como es suave el recuerdo de la deseada Ítaca, evita los gimoteos y las enfáticas palabras referidas a degradantes situaciones, que tanto seducen a los jóvenes por su novedad maligna; del mismo modo que el buen cantor esgrime la sabiduría y huye de la banalidad de quien se masturba describiendo los actos amorosos, pues no es bueno que porque falte, faltes al sagrado verbo.

Sólo así puede que de repente la luz inunde las impetuosas olas y la mar en calma emerja, mientras una insospechada nereida apaga la soledad de tu viaje.

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martes, marzo 24, 2009

Mina de oro

Vos probablemente nunca has sido minero. En una mina, especialmente si es de oro, todo está magnetizado. Hay un no sé qué en el ambiente. Y, cuando llueve, las cosas se paralizan, los caminos se desmoronan, nadie puede tomar ni una pizca del mineral, porque en estas zonas se pone gredoso, intratable y feroz.

Pero los otros días, los días de sol, se ve desde lejos a los mineros de la planta afanados en medio de una polvareda de los mil demonios que te entra por las narinas hasta llegar a alguna parte del alma, entonces tus pocas luminosidades quedan atoradas y una oscuridad de codicia abarca las miradas. Se puede sentir en cada brazo la necesidad de las chispas de oro, que quedaron fijas en tus impresiones de cuando los garimperos bateaban con gran habilidad la rica arena y se iban depositando las pepitas sobre el sombrero de bronce.

Cuando el mineral ha sido procesado, la carga que se obtiene parece como si tuviera sombras, todos saben que es muy rica, que bastaría una bateada habilosa para convertirla en relucientes granitos del metal amarillo, que algunos van a colocar en sus cajas de plástico para venderlo en la ciudad, haciendo cola ante el joyero. Pero aquí el patrón manda mezclar la carga con mercurio, y el tambor gira que gira. Ahora bastará el fuego, el fuego del soplete para reducir todo a lingotes, riqueza inaccesible, apilada para llevar a Santa Cruz. Yo he visto surgir del fuego el río de oro. Todos conocen el sentido del oro, mientras la tarde se enfurece y llueve, acaso porque los espíritus elementales intentan frenar la rapiña de ese mineral tomado de sus dominios sin permiso y sin bendición. Vaya a saber quién, por qué caen los rayos y el cielo estalla en trompetas de trueno que hacen temblar hasta los huesos.

Entonces los ojos se bajan, se mira la tierra y comprendemos que ningún polvo es tan valioso, porque de él provenimos, y a él regresamos, inevitables, como material de deshecho, colas de la gran minería del mundo, que no produce oro, sino que se devora a si mismo, para emitir las radiaciones que le corresponden, y donde nosotros no tenemos parte en el negocio, de modo que salimos urgidos, plomo de desecho, por su enorme alcantarilla.

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martes, marzo 17, 2009

Da Vinci, el Genio

La muestra itinerante que expone 200 réplicas de las obras de arte e inventos de Leonardo da Vinci llegó a Santa Cruz de la Sierra, nueva y secreta alcoba de cultura y ciudad en emergencia.
En una de las salas de las exposición esperaba una cámara de madera, a la cual solamente se permite ingresar una persona. El ribete indicaba: "Cámara de los Espejos". Penetré en la cámara. Adentro, ocho espejos arreglados en octaedro me miran por todas partes, me multiplican en segmentos. Desde el centro de la cámara miro, observo, cada uno de los recortes de la triste figura que hace mi cuerpo físico. Todas son dispares, diferentes, pero comprendo que son expresiones que aparecen cuando menos se las espera, abstrusos e malformadas tal cual son advertidas por los otros, comprendo, gracias al invento, que no me conozco. Cada una se multiplica a través de la cámara, en forma infinita, pero hay además un detalle, a medida que se multiplican se reducen de tamaño, se empequeñecen, no alcanzo a vislumbrar su final infinitesimal.

Así, la cámara de Da Vinci me muestra mi multiplicidad, aquella legión de la que estoy compuesto, mientras marca mi destino que es la nada, un grano ilusorio en la infinita y paralela monstruosidad de la cámara de espejos.

De repente, creo divisar una luz que cruza como un rayo, pero comprendo que no es más que otra ilusión de los sentidos, pues para que la luz nos traspase se hace necesario el silencio de la imagen, la extraña habitación de la cámara de espejos donde permaneceríamos sin reflejo alguno, o mejor con un solo reflejo: el reflejo de un único rayo azul que nos abarcaría –verdaderos- como un todo.

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sábado, marzo 07, 2009

Lluvia en las cenizas

En el sueño encontré mucha ceniza. Sobre la ceniza caí de rodillas y oré. Los rescoldos apagados mostraban su cuerpo yerto, ni una sola señal del antiguo fuego aparecía sobre esa superficie de celeste arena, derramada por todas partes. Apretaba mi corazón una energía de angustia que brotaba de aquellos tizones grises, y conjuré su hálito con un signo de poder divino realizado con devoción e intensidad.

La respuesta fue hermosa: llovió al norte, y tras la cortina de lluvia se presentó un fantasma de mi pasado reclamando respuestas. Tenía en su porte aquella antigua manera de sojuzgarme, pero todo fue inútil para esa sombría figura: en el sueño sabía que ella no volvería a obtener nada; pues aquél que fui, ese quien podría responder mecánicamente a su embrujo severo (repetido siempre en los fríos encuentros) ha desaparecido, mejor dicho, está muerto: yace en las cenizas y ha sido liberado por el agua.

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