lunes, octubre 19, 2009

Patas Tristes

Conocí a un hombre cuyo físico me transmitía una imagen de vitalidad interminable. En aquel entonces era compañero del colegio. Se movía con cierta parsimonia debido a su lento paso marcial levantando las chancletas, como hace la mayoría de la gente que tiene que lidiar con el calor sofocante de las siestas amazónicas, vestido con un pantalón corto y camisa floreada.

Fuera del colegio, hacía parte de un pequeño grupo de amigos que vivían vecinos los unos de los otros, y cuyas casas daban, en la parte posterior, a la orilla del arroyo San Juan que por entonces corría por el centro de la ciudad de Trinidad (ahora estancado por mandato de una ley civil como una novia que ha fallecido en medio de una lluvia de taropes, plantas acuáticas cual victoria regias, sin esperar nada de los puentes). En ese río ellos se bañaban, saltando bellamente semidesnudos desde las canoas.

Pasada la universidad, regresé después de graduarme a trabajar en la Corporación de Desarrollo del Beni. Ellos ya habían dejado de bañarse en el río, y ostentaban su musculatura juvenil por la plaza principal tratando de conquistar cuanta muchacha hermosa, y no tanto, pasara por cerca de sus miradas de lince. Patas Tristes, que así se apodaba el personaje, venía a buscarme a casa con la motocicleta de su madre para pasear juntos, o participar de los campeonatos de fulbito interbarrial. Así lo frecuenté pero en realidad desconocía su vida cotidiana y nuestras conversaciones, según mi ahora pobre memoria, se restringían a los monólogos necesarios para acometer una u otra actividad.

Allí me enteré de una droga extraña que algunos de mis compañeros se habían suministrado durante el último año escolar con el peregrino fin de aumentar de estatura. En su lugar, esto les provocó un crecimiento inusitado de vellos. Patas Tristes los tenía por todas partes, además de, al parecer, haberle provocado un crecimiento muscular. Y se expresaba con un vozarrón poderoso. El hombre era entonces un ejemplar de macho.

Dejé de verlo varios años hasta que lo volví a encontrar en una de las calles de Santa Cruz de la Sierra. Permanecía con ese físico macizo, pero había perdido la cordura. Le costaba mantener una conversación coherente, ya que siempre regresaba a la necesidad de las reuniones de los antiguos compañeros de colegio, pues es adecuado afirmar que su pasión principal era la de armar dichas reuniones como si así se pudiese volver a la adolescencia, o como si la salvación dependiera de que aquel grupo de gente, ahora mayores, con poco pelo, o canos, barrigudos y llenos de hijos, pudiese mantener una relación fraternal que lo salvara de la oscuridad y de la soledad en que vivía. Pero cuando me enteraba de los resultados de aquéllas, las noticias venían hablando de que no faltaban los malentendidos con el pobre Patas Tristes, que siempre era vapuleado.

Entre estos flashes pasaban los días, cada quien con su pesada existencia.

Un día me llamó por teléfono celular uno sus vecinos de barrio de infancia y también compañero del colegio, ya del cementerio. Patas Tristes ha muerto, me dijo. Estamos metiendo el cajón en el nicho. Yo recordé –como ahora- su efigie maciza, poderosa. La muerte era un escándalo en su imagen vital de Patas Tristes.

Ahora, muchos años después, comprendo, que de alguna manera tiene que ver con la muerte del arroyo San Juan, tan vital y poderoso, cantando bajo el puente de Pompeya, o ante nuestros ojos distraídos en la placita de la Av. Bush, donde nos reuníamos a enamorar a una única muchacha que se chanceaba entre varios jovenzuelos, riendo sin parar mientras las garzas alzaban vuelo, ya al filo de la tarde. Creo que Patas Tristes estaba ahí.

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domingo, octubre 18, 2009

La tormenta

En la tormenta del día
cotidiana y feroz

-llena toda de manos pegajosas
de ojos endiablados
de cuerpos molusco
gestos del poder y del deseo-

vuela el ave celeste del clima
con sus alas pintando la tarde

y en el jardín
indiferente al reproche
una fuente de agua se expande
en el centro del mundo
aguardando.

lunes, octubre 12, 2009

Los regresos

En mi vida de trashumante, que bastante errancias ha tenido, he descubierto que jamás se regresa, siempre se llega. El regreso es una ilusión de la mente.

Así que, como toda llegada, el supuesto retorno exige la apropiación del lugar, que si bien es el mismo en coordenadas, acaso en cierta geografía o detalle que guiña a la memoria, es totalmente novedoso en la historia. Podemos, pues, afirmar que las novedades de los lugares están dadas tanto por la geografía como por la historia, el desplazamiento en cualquiera de esas direcciones produce un cambio sicológico que todo viajero debe asumir.

El migrante es un viajero en el tiempo y en el espacio, el cual sabe que no le queda más remedio que conquistar. Para ese prodigio es absolutamente necesario cargar la espada de la comprensión y la fulminante mano de la amistad, que toda alma nómada lleva consigo. Claro, y no olvidar jamás la alforja de nuevas miradas que el puerto de arribo puede proporcionar, porque el objeto está hecho de múltiples ángulos tanto en lo alto como en lo ancho, en lo profundo, en lo sicológico, en lo onírico, en lo mental, en lo originario, en lo conciencial, y finalmente –quién puede negarlo- en lo esencial. ¿Cómo capturarlo, entonces, si no se reúne material suficiente de los diferentes cantos?

En el malecón se oye un canto que es como de sirena pero está construido por el viento que hurga entre los entreveros de las montañas, que siempre las hay, aún en las llanuras más extendidas, porque toda geografía guarda su viento, y toda historia atesora su montaña.

El mármol del torso
desnudo de Colón impera
el agua del mar.

Quien se marcha
jamás regresa
completamente.

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domingo, octubre 04, 2009

Conejo en fuga

Sombra. En realidad la sombra es lenguaje del cuerpo. Como todo lenguaje poco nos dice de la esencia fundamental del dicho cuerpo.

Es fácil de confundirse con el lenguaje de las sombras. Perplejos nos quedamos con las Sombras Chinas que arman historias y cuentos interminables, pero son dedos y son manos frenéticas.

Sobre la pared huye un conejo, pero es tu mano que acaricia la mía (tanto te he buscado hasta que me encontraste, nada dicen las sombras de esta maravilla)

En la calle las sombras hacen de las suyas, indiferentes a nuestros pasos que nada pueden con ellas. Así la historia se repite de revolución en revolución, y el personaje impávido, sin cambiar de sitio, con su modesta sombra, la boca verde y los ojos perdidos en un pasado distorsionado por otros.

Un árbol en el bosque no tiene sombra, porque el bosque se la traga. Pero hay que detenerse un momento y observar cómo solitario levanta majestuosa su sombra de árbol, dando frescura y descanso, ese vigoroso detentor del viento y de la lluvia. Quién fuera ceibo y bañara de flores las tumbas de nuestros corazones podridos.

Dicen que el hombre puede llevar casi siempre una mala sombra.

Hasta aquí me parecía ir bastante bien, pero ¿Qué es una mala sombra?, me preguntas de repente, y quedo mudo. El sol de la mañana nos arrebata y produce sombras por todas partes. Baste decir que cuando se retira se pronuncia la noche, que es la boca de la negrura, a veces tachonada de estrellas. Mientras que las tímidas luciérnagas son más bien una diminuta sombra que nos guiña desde la tarde.

El monje enciende la vela y se ve su sombra contra los muros. En la pequeña sala totalmente vacía de muebles resalta hierática una imagen en piedra del Buda. Al centro sentado en posición de loto el individuo parece tener la mirada traspasando la casa. Nadie advierte que en el pecho relumbra el corazón con gran intensidad, azul y poderoso, mientras los cánticos se elevan y cae la nieve sobre la montaña, salta el río entre las peñas, la brisa helada acaricia las hojas y mira el búho sobre la rama cómo las manos del santo se abren y forman el cuerpo de la luz y de la sombra.
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