jueves, noviembre 25, 2010

Memorias de una marcha de protesta

Acaso 2003 ó 2004. Santa Cruz de la Sierra. La ciudad todavía no ha sido inundada con su enloquecido tráfico de automóviles, frenéticos por llegar nadie sabe a dónde a toda hora. La avenida del hotel Cortez, Segundo Anillo de la ciudad, aparece desierta. Tres escritores, un hombre y dos mujeres caminan por el centro del pavimento, simulan una marcha de protesta. ¿Qué queremos?, grita uno. ¡Careeño!, gritan todos. Con ese término tan propio, pues entre la gente de las montañas en Bolivia en lugar de cariño, se pronuncia careeño. Estirando esa i transformada en una e repetida que le da profundidad, sentido interior. Los manifestantes no son montañeses, son de la selva, pero en esa ocasión han hecho suya la peculiar pronunciación del término porque lo sienten propio, lo sienten cercano. Y repiten la consigna con paso de desafío, mientras se aproximan a las puertas del hotel, de lejos son niños que buscan el juguete de la noche.

Se trata de Giovanna Rivero, Claudia Peña y Gary Daher.

Adentro, en el hotel, espera otro escritor. Es uno de los pocos bolivianos famosos y reconocidos en Latinoamérica; tanto, que parecería que ya nadie lo relaciona con Bolivia. Bolivia, que afuera no tiene nada que ver con la escritura, sino con factores más bien colectivos, y en algunos casos también perversos. Es Edmundo Paz Soldán.

En ese tono de alegría se comenta la marcha de protesta. No sé a ciencia cierta si Edmundo se suma al grito, pero es como si lo hubiese hecho: Las hermandades naturales son contagiosas.

Siete años después los recuerdo. La amistad es algo que se cocina en los interiores, en eso que los antiguos llamaban el corazón, pero que es un lugar tan adentro que no es un órgano físico concreto, sino un lago iluminado, donde el alma se baña cuando se mira desnuda entre sus aguas. Allí la amistad está siempre presente, y no es necesario volver a reunirse para saber que uno se quiere. Y no es necesario salir a la calle para gritar qué queremos, porque lo que queremos se nos ha dado.

Y las memorias son como la luna, siempre regresan.

miércoles, noviembre 17, 2010

El Tao nos dice del agua

El agua iluminada
Gabriel Chávez Casazola
Poesía
Sello La Mancha
Grupo editorial la Hoguera
2010



¿Qué es el agua iluminada? Me pregunto, cuando el Tao ya ha definido la cualidad del agua como de Suprema Bondad. Y afirma que el agua es buena y útil a los diez mil seres por igual. No tiene preferencias por ninguno en particular. Y es más, fluye en sitios que los hombres suelen rechazar, al igual que sucede con el Tao.

El agua nos dice pues del elemento sagrado. Este elemento sagrado se trata en este caso de la poesía. Nos habla entonces que la poesía es el agua iluminada. Iluminada, claro está, por el espíritu (que no el alma, esa torpe intensidad, Borges dixit), que es quien sabe porque tiene la conciencia de las cosas.

De ahí que ni todo poema es poesía y que ni toda poesía es poema.

El agua iluminada da título al poemario de Gabriel Chávez. Alguien dirá entonces que es un ambicioso ejercicio de palabras. Pero Agua Iluminada de Chávez guarda en este libro varios poemas que son poesía dando un salto cualitativo a cuanto antes hubiese pergeñado.

Este libro está armado en cuatro partes: Parábolas, Scorzos, Claroscuro y Refocilos. De esta entrega, me inclino a hablar de los poemas reunidos en la sección Parábolas, del poema Y que a las orillas de la sección Scorzos, que habla sobre una muchacha tan lejana en el tiempo que no tenemos noticia escrita, solo una tumba, y de aquel extraordinario poema de la sección Claroscuro, La Canción de la Sopa, que si nos referimos a la clásica definición de Parábola, donde con palabras sencillas y cotidianas se revela una verdad trascendente, es la única del libro. Pues los poemas que yacen en la sección Parábolas, son bocatos de sabiduría, pero no son parábolas, son poemas filosóficos, cuyo verdadero sentido se oculta al profano y se descubre como un resplandor cuando la imagen rompe en nuestra lectura.Todo esto porque cada quien habla de lo que le toca, y declaro que yo he sido tocado por esos textos.

Bartimeo Sueña es mi poema preferido. En él Bartimeo, el ciego del evangelio, quien había pedido a gritos ser curado, esto en el evangelio no en el poema, recupera la vista gracias a un acto en el cual

alguien me arroja un sueño
pasa un dios
limpia mis párpados con mi saliva

veo

la saliva es el elemento indispensable del habla, es el poder de la palabra que permite al ciego recuperar la vista. Entonces gracias a la facultad recuperada en un ritual sagrado, altar de por medio, vuelve a encontrar a Eva danzando con los pies descalzos, blancos y por eso puros en la mañana del río (y nos preguntarnos también de qué río, de qué aguas habla), pero de repente hay un fulgor (podríamos sospechar que el rito lo llevaría al punto de convertirse en el dios) pero se derrumba, gracias al veneno de la manzana. No es expulsado del paraíso, no es condenado a trabajos forzados y a la mortalidad, que ya la tiene, simplemente regresa a su condición primera, vuelve a ser ciego, ha perdido el cayado (otro símbolo bíblico fundamental) y el sentido (a mi diestra/ a mi siniestra). ¡Horror!, ahora lo acompaña la mujer, quien debía ser la salvadora, yace también ciega, acaso sin esperanza. Copio:

me tiendo en la hierba
despliego
un muy precioso mantel blanco que compré
allá en Esmirna
vuelvo a comer de la manzana
veo a Eva llegar
Eva que baila
con blancos pies en la mañana del río

El fulgor me enceguece y
despierto

es el veneno de la manzana

no puedo ver

busco el cayado

a mi diestra
ami siniestra

duerme una mujer

toco su rostro
tiene la cara del dios

pero está ciega.

Como este poema, se apuntan Albricias donde una niña nos deslumbra con su hágase la luz / ha dicho / sin apelación a ningún significante. Nacer es pues un acto mágico, y aquí ha sido descrito de manera inapelable.

Ne nos inducas, que alude naturalmente a Ne nos inducas in tentationem para referirnos a la mujer de Lot quien es tentada a mirar su pasado, a llorar el pasado para convertirse en estatua de sal.

Y aquel Lucas 13, 4. Pasaje bíblico en el que Lucas, el evangelista, transcribe para Teófilo las palabras del Maestro, que le llegan por boca de sus apóstoles: «¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no.». El poema parece decirnos que el o los accidentes fatales suceden como escenario en la búsqueda de saciar una sed inmemorial que trasciende cualquier lógica, y que nadie es más culpable que otros, así que todo es accidente: el sufrimiento y la dicha suceden en el mismo lugar como lo que se presenta en el más allá de Swendenborg, pues,

por más que nos aplasten
o aplasten a quien más cerca se encuentra de nosotros
no pueden apagar la sed de infinito
que nos aqueja desde el principio,
la sed de luz
que saciamos en los abrevaderos de la dicha,
aun cuando se encuentren situados
en los estanques mismos donde nos desmoronó
el sufrimiento

Allí mismo, en el valle de Tyropean.

Hay por tanto un viaje que va desde el sueño del ciego Bartimeo que tentando otra vez por la manzana de Eva, cae y descubre, desgraciado, que la ceguera ya no es solamente suya sino general, hasta el momento en que sabemos por Lucas que ninguno es más pecador que los demás, que todos nos hemos hundido en las tinieblas por seguir la deslumbrante luz del danzar de una mujer descalza cerca del río. Ahora habrá pues que aligerarse, dejar que el niño nos insufla vida y echar a volar sobre la enorme inmundicia del planeta. Y para esto está la sección Parábolas que se cierra precisamente con una joya. Una rendija.
Y tomando barro de la acequia

El niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía

Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente
Tomo aire
Sopló suavemente sobre ellos

Y echaron a volar.

Gary Daher

martes, noviembre 09, 2010

Dibujo de Santa Cruz de la Sierra

Este planeta obsesionado con el mercado necesita reducir hasta las esencias inexplicables en un objeto comerciable, vendible, útil para las transacciones. Así han creado el término intangible donde se colocan asuntos que van más allá de las ideas tecnológicas, o de las propiedades intelectuales. Se habla ahora de la Marca Ciudad. Una especie de resumen simbólico capaz de vender al insaciable turista o al ávido empresario el pasaje por esa ciudad.

En estos días he recibido una invitación para reflexionar sobre esto con relación a Santa Cruz de la Sierra. Rara misión en tratándose de definir el producto que se procura, pero hermosa en la medida que discurre hacia una enumeración más bien de fervor –Borges dixit- del espacio que nos acoge y nos enamora.

Las ciudades (cibdad, se decía en los primeros vocablos castellanos) eran lugares de refugio, sitios en los cuales los ciudadanos encontraban ante todo la protección de la muralla y a los cuales acudían desde los más remotos rincones del país para encontrar pan y techo más o menos seguros. Nosotros los modernos nos estacionamos en ellas como una manera de ser, de disfrutar y de sufrir los trabajos y los días. Entonces descubrimos que sus aristas dicen más que de un cobijo y nos hablan y nos abducen naturalmente hacia sus calles. Y estos hablares hacen algo como signos que pueden enunciarse.

Aquí viene entonces mi enumeración casi caótica:

Santa Cruz de la Sierra donde habitan los espíritus de la selva y cuya ciudadanía aparentemente invisible ha modelado la manera de ser no solamente de la gente que nace sino la que ha llegado y vive en esta ciudad.

Su nombre le ha brindado el signo de la cruz que marca tanto el amor Divino como el amor humano (el madero vertical dice de lo masculino, el horizontal de lo femenino).

El Cristo (para el que no la conoce es el centro mismo de la vida activa de la Santa Cruz moderna, donde se erige una escultura, El Cristo Redentor de Emiliano Luján, un hombre de Arani, cómo no, tanto homenaje han dado los bolivianos sin distinción de origen a ésta ciudad) que representa la unión de los hombres sin distinción y que ha propiciado la magnífica inmigración y va en pos de un cosmopolitismo que es ya una visión de la ciudad.

La fuerza de crecimiento de la ciudad ha marcado la metrópoli, que abarca ya más allá de los límites políticos del municipio: Porongo, El Torno, Cotoca, Warnes. Y en el Urubó discretamente -porque se ocultan en medio de las colinas y los árboles- se han instalado los barrios de los adinerados, verdaderas villas de mansiones con cercas vegetales, jardines y paseos, que vertiginosamente nos hace ingresar a un otro mundo, alejado de la terrible cotidianidad de la miseria y la feria latinoamericana.

Su excelente localización en el centro del continente Sudamericano.

El oxímoron que presenta su carácter barroco en lo sagrado (la selva es barroca, y es natural su trascendencia a la música que impulsaron los jesuitas, y por eso la sentimos propia), y el carácter sencillo, llano de su cotidianidad, son un emblema de su carácter.

Su destino de modernidad en el sentido de aceptar lo nuevo, íntimamente ligado a su universalidad, y a su concepción de hombre libre.

Y en la geografía, repito, la selva, pero no abandonada, sino bajo la tuición de la sierra que se delinea en el horizonte, una sierra principalmente formada por el parque Amboró, donde la biodiversidad incrementa ese temple de lo vario.

Estas y muchas otras líneas son el dibujo de Santa Cruz de la Sierra.

lunes, noviembre 01, 2010

La muerte tan hablando


Mientras la poesía desarrolla el canto gracias al amor, se sume en la perplejidad ante la muerte. Dos mujeres esperando. Una hecha de lluvia otra seca de frío. Las dos amantes imperan pero ninguna reina. Ni aun la muerte, que es segura, cuando llega nos encuentra, porque tan pronto llega cuando nos hemos ido.

La muerte, tema constante de la poesía, ha sido enfocada de diferentes maneras. Unos le han dado cuerpo y han hecho de ella un personaje alegórico, ya espeluznante, ya terriblemente amoroso. La muerte propia también ha sido tema de extraordinarios poemas. Sin embargo, probablemente la muerte del otro, la pérdida, haya sido la que ha dejado más profunda huella, verso tras verso. Pienso, naturalmente, en Jorge Manrique (1440-1479) y su Coplas a la muerte de [su padre] don Rodrigo Manrique, donde el hombre se desgrana ante la banalidad de la vida (que sucede al que tiene el alma dormida, quiere decir todos) gracias a la presencia de la muerte.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Así que la muerte –al igual que el ángel del amor- parece trae consigo también un carcaj de saetas. Cuando alguien muere no hiere a todos por igual, y casi siempre cuando nos llega y perfora y penetra, no importa cuán preparado estés, te corta, te hiere, te oblitera y finalmente te rompe. De allí el poema.

Con todo, pocos han sido los que han trabajado los poemas trasladando el canto más allá de la muerte. Enorme es en este sentido el nombre del latino Sexto Aurelio Propercio (47 – 17 a.C.), que en su libro IV, poema 7 de sus Elegías dirigidas a su amada Cynthia penetra el mundo de la poesía erótica esta vez transportando al amante desde el mundo de los muertos a este duro y material mundo de los vivos. El poeta nos declara:

Algo queda de las almas: la muerte no lo
acaba todo y la sombra amarillenta se
escapa de la pira vencida. Así me pareció
ver a Cynthia apoyándose en la cabecera de
mi lecho, un murmullo de que poco antes
había sido sepultada a la vera del camino,
cuando pesaba sobre mí el sueño después
del entierro de mi amor y me lamentaba de
los fríos dominios de mi lecho.

Y será entonces Cynthia, mejor dicho, su espectro, o umbra, que es quien acaba de aparecer en sueños ya después de su funeral, quien continuará con estos terribles versos:

Que ahora te posean otras, luego te tendré yo
sola : conmigo estarás, y desharé, mezclados,
contra tus huesos los míos.

Poeta que Garcilaso, Herrera, Lope, Góngora o Francisco de Quevedo leyeron de seguro, y entonces será natural oír afirmar a este último en un soneto amoroso “a fugitivas sombras doy abrazos”, pero el espectro es ella, la otra, la efímera. El poeta, materia perecible, pero materia al fin, quedará más allá de la muerte:

Polvo seré más polvo enamorado.
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