martes, diciembre 28, 2010

Perseo Moderno

En mi cámara digital se han registrado fotografías del cerdo que me habita.

Es algo de espantar esa figura. Retratos parciales de sus obsesiones. En cada uno se muestra el estercolero y el dibujo más representativo de su cara.

Tiene un color carne que todos conocen. Y en alguna toma, la luz amarilla de la habitación hace que las protuberancias se vean grotescas. Es muy difícil soportar esas sorprendentes reproducciones.

Las he borrado una por una a través del menú, pero son de tan fuerte impresión que todavía las veo moldeadas y nítidas en la pantalla de mi mente.

El cerdo que me habita vive rondando la alcoba. Así que permanezco atento para que no la invada. Pero si un día me descuido –día aciago, día negro- me echa y se apodera de todo. De manera que cuando retorno las cosas están todas de revés y es un olor nauseabundo y están sus huellas por todas las sábanas.

Nunca pude verlo cara a cara. Así que se comprenderá por qué las fotografías se me hicieron chocantes, contundentes y reveladoras.

Como se puede inferir, esta situación es insoportable. Tanto que ha llegado la hora de pensar seriamente en sacrificarlo, así chille y despierte a todo el vecindario. ¿Y qué estás esperando? Se preguntará despectivo el lector. Pero debo acotar que éste no es un cerdo cualquiera, no solamente es un cerdo de monte, feroz y difícil de atrapar: En realidad, como habrá deducido el avisado lector, este es un cerdo invisible, al menos para mí, se comprende.

Por eso es que pediré la lanza de caza que guardan mis padres. Y considerando que ya sé cómo comporta, mientras tengo impresas en el corazón las imágenes parciales de su abominable cuerpo. Sabré estocar la lanza.

Aunque aquello de pedir el arma a mis padres es cosa grave, ya que se trata de algo sagrado para la familia: aquella lanza es una alabarda, hermosa con moharra de acero, cuyo grueso mango de maderas preciosas tiene base y empuñadura de oro, un trofeo de campeonato. En su momento ya fui advertido: para que me la entreguen y sea merecedor de ella deberé realizar muchas tareas y hazañas y mostrarme digno.

Bien, estoy dispuesto. De manera que ya imagino el día fasto, libre al fin, el espontón hundido en su espalda y su asquerosa cabeza, visible ahora gracias a la luz de la muerte, en la picota.

martes, diciembre 21, 2010

Bajarse del tren

Alimentarse. Alimentarse. Esta acción tan imperiosa nos obliga a trajinar tareas irrelevantes para nuestra alma. Diseñar, por ejemplo, complejos sistemas de telecomunicaciones, estudiar las estrategias del desarrollo de los hidrocarburos y las proyecciones de las reservas, escribir términos de referencia para plantas petroquímicas, revisar contratos, elaborar borradores de decretos supremos, revisar la ortografía y gramática de interminables documentos técnicos de toda índole. Y va y va el carrusel de labores casi totalmente ajenas a la literatura. Pero el azar –Lezama dixit- es una selección que brota de una lectura indescifrable; las cadenas causales, adelantándose, son los torreones donde el azar sucumbe. Así que aquí no hay albur hay causa, se dirá categóricamente. Entonces pienso en el tren.

Viajo en medio de un tren atestado de gente, que se arremolina en cada estación para subirse. Sueñan con los camarotes de primera clase, pero la mayoría apenas logra los últimos vagones atestados, apiñados, mugrosos y malolientes. Disputando con los chulupis hasta el último rincón del oscuro vagón que bambolea. Yo me ilusiono con bajar. Y no es que no lo haya hecho, ya hubo el día en que me obligaron a hacerlo. Fruto de una de aquellas estaciones fue la novela El Huésped, y en otro alto, Tamil, y de la suma de varias El lugar imperfecto y sus paradas. Pero las fuerzas no alcanzan para quedarse fuera del tren, y de repente pasa otro y te subes y vuelves al interminable carreteo de las ruedas sobre la pista del ferrocarril y su pito demencial y mandatorio.

Algunas ocasiones hago uso de la zona de silencio e intento pergeñar algún poema o esbozos de prosa que terminan generalmente garrapateados en este blog. Pero las fuentes del ruido de los trenes de pasajeros son los motores diesel, los ventiladores, la interacción entre las ruedas y las vías, y los cláxones. De hecho, la mayoría del ruido surge cuando el tren hace sonar sus bocinas cerca de los pasos a nivel. El ruido de las bocinas es similar en los trenes a diesel y en los eléctricos. El ruido como el color amarillo. El amarillo con brillo, el oro, derivación de la energía solar, coincide con el amarillo subido, en seda también con brillo, dirá Lezama Lima, que acaba de cumplir cien años. Así, hay el amarillo grato asociado a la idea de pureza, que en vez de ruido sería lo ininteligible, lo arcano, lo que no se puede descifrar pero está escrito en el viaje; y el otro amarillo, el amarillo no grato, el ruido ruido, el azufre, infernal tósigo de Asmodeo. Y todo esto en medio de las charlas y a veces el griterío de la gente que se desespera por cambiar de clase, mientras trata de evitar a toda costa que lo saquen del tren.

Gracias a Dios, hoy he bajado en una estación. No es importante el nombre de ella. Lo crucial, lo fundamental es que ha desaparecido el ruido, el del amarillo no grato, es claro. Aquí quedaré no sé por cuanto tiempo. Mientras pueda vivir el ayuno. Busco en la bolsa. Veo que el tentempié me da para una temporada. Y así hasta el próximo tren.

lunes, diciembre 13, 2010

Terrible advenimiento

Nada es tan terrible como el amor. Es un aluvión. Un viento inesperado. Una ciudad de luz a la vuelta de un recodo, deslumbrante porque deambulábamos en el camino oscuro del bosque de la vida. Una virgen súbita. Un ángel poderoso. La flecha y también el arco. La oreja de Van Gogh cortada. El sonido increíble y perverso de la máquina incomprensible del corazón. Es Cíclope y es Ulises. Retorno a los brazos de Ítaca, pero también Circe, la diosa bien peinada. La lanza en un costado y las cavernas del Segundo Círculo. La llegada de la lluvia. El abrigo de los brazos. El inesperado descubrimiento del frío. La mirada que se abisma y la boca amada. Es el día de la nota más blanca. Un fulgor, un deslumbramiento, pero también -asistidme musas y dadme el término- un sueño, que se le llama paraíso o que se dice pesadilla, dependiendo del tiempo, principal verdugo.

domingo, diciembre 05, 2010

Niño

Soy un niño. He nacido ayer.

De repente, sin haberme dado cuenta, estoy inmerso en un sinfín de juegos extraños, con reglas y contrareglas, y donde los amigos del juego se hacen los serios tratando de interpretar los papeles que les ha tocado. Como es juego, nada de eso es muy importante. Perder y ganar es parte de la diversión.

Mi cuerpo se encuentra totalmente sumergido en el verano. Aunque para un niño cualquier estación es un desafío y tiene su júbilo y su gusto, el verano es una estación maravillosa. Surgen las frutas y los frutos de los árboles. El agua salta en todas las formas: río, vapor o lluvia.
En el verano se sale de excursión al campo. Allí, el verano se transforma en tiempo del trabajo. Limpiamos el lugar donde se prepara el fuego -he aprendido que el fuego es magia y está esperando ser encendido. Y mientras Madre prepara los alimentos, Padre nos muestra que la tierra ha sido vestida de hierbas de múltiples y variados tonos, lista siempre para la fiesta. Nos enseña que cada planta, cada animalito tienen su vocación de libre, y saben habitar el verano en armonía, como corresponde.

Es esta mi condición de aprendiz. Los niños somos curiosos, buscamos saber de las cosas sin enfadarnos, pues en nosotros la alegría es innata. La risa ha poblado los vientos. En mis palabras las más importantes son padre, madre, amigo. Y si busco imitar las de un adulto, es solamente por el juego que me toca.

Mi vecina Marcela (en otros juegos se lama Josefina) es mi amiguita. Con ella armamos y desarmamos las pequeñas casas y tomamos té, hacemos que viajamos –tenemos dos automóviles de juguete que nos compraron nuestros padres-, salimos al jardín a correr y bailar entre las rosas. En la zona hay varias acequias, acequias de mi infancia que llevan agua de riego y guardan lodo rico para las germinaciones. Así que al descuido –sin querer pero queriendo, como dice el entrañable travieso del Ocho- uno de los dos tropieza y el otro hala y caemos en el charco. Y desde allí, vivarachos como somos, nos salpicamos agua. Vayan a ver a esos dos torciéndose de la risa y abrazados, como si el cariño fuera un dulce querube de arroz que no los deja.

Por las noches doy un beso a Padre, Madre y me hinco a rezar. Oro a mi Ángel de la guarda.

Me gusta escribir canciones y leer El Principito. Siempre intento hacer mis tareas. Escribir en el blog es una de ellas.

Fin
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