viernes, julio 28, 2006

Aldea de mujeres

Un hombrecito vivía en la aldea de las mujeres. El cuerpo del hombrecito era delgado. Alguna vez, cuando se cortaba las uñas, miraba sus manos un poco descuidadas. Y al rasurarse –lo hacía dos veces por día- se daba masajes para eliminar la papada, que levemente aparecía en ocasión de cierta seriedad que ejercitaba cuando las mujeres lo enviaban a cortar leña. Carecía de pelos en el pecho, y eso era de alguna manera problemático, puesto que las mujeres, que acostumbraban leer revistas de mujeres, habían soñado con hombres peludos y comentaban sobre sus sueños avergonzando al hombrecito. Con vientre algo pronunciado, no tanto, apenas como el de una adolescente descuidada y piernas levemente cortas, se lo veía caminar de aquí para allá mirándolo todo, curioseando todo, aún las lejanas estrellas, que jamás se alcanzarán. Las mujeres presionaban al hombrecito con la necesidad de rasurarse también las axilas como ellas, pero él prefería no hacerlo, y exhibía al levantar los brazos esas otras barbas con cierto desdén. Pero en realidad el hombrecito sufría, pues, a pesar de las muchas mujeres no estaba enamorado de ninguna, y no faltaba la noche en que odiaba su requerimiento: normalmente –y esto era una regla- los días sábado después del baño público, cuando sorteaban para ver cuál sería la desafortunada que lo acompañaría, pues el resto se solazaba con otros placeres como son los del comer, el vestir, el hablar de los afeites y el pintarse las cejas y las mejillas, sin faltar las que recurrían a ciertas prácticas lésbicas admitidas de más o menos lúdico modo en el vecindario. El hombrecito estudiaba con denuedo la lengua del norte, guardando la oscura esperanza de huir hacia el país de las nieves donde se afirma hay aldeas con más de un varón, que supone sería buena compañía para charlar de sus descubrimientos, de las maravillas del universo y, por supuesto, jugar al ajedrez, que en su aldea no es mejor costumbre que la del sexo planificado. Durante un tiempo, al hombrecito se le dio por enviar cartas al mundo exterior (por esto sabemos de su existencia), pero un mal día dejó de escribir y aquí estamos contando su historia como si se tratara de una extraña noticia, aunque parece ser muy común en ese mundo del interior, lleno de montañas.

miércoles, julio 26, 2006

Realidad virtual

La realidad virtual simula mundos que son consecuencia de la imaginación y las ideas, trasladando las sensaciones para que esto ocurra. La supuesta diferencia entre lo virtual y lo cotidiano estribaría, entonces, en que yo sé que lo virtual deviene de una geografía creada donde se engaña a los sentidos para recibirla como cierta, pero al saber que todo nace en la mentira, puedo apagar el aparato que la genera y regresar.
La pregunta es ¿a dónde?

jueves, julio 20, 2006

Experiencia en iglesia cristiana con ojos laicos

Entre mis apuntes, encontré este texto que revela la vivida un día sábado 5 de octubre de 2002, de paso por el Estado de São Paulo en Brasil, visitando a Eduardo, un viejo amigo de la adolescencia, con quien soñamos locas aventuras juveniles y quien ahora se ha adscrito fervorosamente a uno de los cultos cristianos que, bastante populares, abundan en nuestras ciudades y campiñas.

Experiencia con la . El lugar estaba repleto. La gente llevaba consigo un libro de himnos. Cantaban o leían las letras de los cánticos por grupos. Alguien sugería a los de su alrededor ¿Les parece tal número?, refiriéndose a una de las canciones numeradas del libro de himnos. Y ellos asentían. Entonces se levantaban y leían. De repente el moderador de la congregación solicitaba a la orquesta que acompañase determinada antífona o alabanza, y, entonces, la flauta traversa, el piano, el saxofón, el violín, intentaban la melodía. La gente, en realidad todos los feligreses, entonaban los cantos. Siete, diez o doce estrofas que repetían sin cansarse; luego de la quinta o sexta repetición, callaban. Algunas personas se paraban de repente y decían las frases de los himnos que acaban de entonarse, las decían gritando, como si desearan con el grito confirmar la fe de lo que proclamaban. Los versos de los himnos son simples y repetitivos, generalmente laudatorios de Cristo, o proclamatorios de la aceptación de Jesús.

En un momento determinado mi amigo Eduardo, quien me había arrastrado hasta allá, me sugirió que yo también me parase cuando el grupo de mi alrededor lo hacía. Y lo hacía, quitándome los lentes contra la miopía para leer el libro de himnos que él abría muy gentilmente para mí. Pero singularmente no participaba, pues me hubiera sentido igualmente incómodo si lo hacía; así que prefería la incomodidad honesta y callaba.

El disertante era un chino que contaba a su vez con un traductor a su lado. En el mandarín el discurso me parecía misterioso, pero ya al transformarse al portugués era el análisis apasionado de un hombre, sin duda, sabio y convencido. Lo que más atrajo mi atención fue la mención de las tres almas: Voluntad, mente y emoción. Así como la lectura de la preparación del ungüento y del incienso, extraída del libro del Éxodo.

Una jovencita de rostro hermoso, ovalado y de ojos no muy grandes, cuerpo espigado, vestía una blusa negra y estaba sentada al otro lado, en los bancos de la derecha; una mujer prácticamente ciega leyendo su Biblia en pliegos con letras de dos centímetros de alto, un muchacho de 15 años apasionado, un mundo de gente cercándose a sí misma en el recinto de la iglesia cristiana.

miércoles, julio 12, 2006

Lúcida peregrinación

Yo fui un niño delgado y frágil. A los pocos meses de nacido, sucedió que a mi padre lo becaron para estudiar en la Argentina, así que me llevaron a Buenos Aires y al volver, ya con cuatro años, el olor de la comida boliviana me producía nauseas, había un rechazo físico, una rebelión de mi cuerpo ante lo que para mí era todavía ajeno, aunque fuese el lado entrañable de mi alma, tan rico, peculiar y desconocido. Este incidente trajo sus secuelas, me negaba a ingerir alimentos, de modo que la anemia se había instalado en mí. Fui enfermizo hasta mis trece años, pero las estadías en cama que, a mis siete, duraban quince días sí y quince días no, fueron reduciéndose a ciclos cada vez menores a medida que iba acercándome a la adolescencia.

También el monte. La selva pedregosa de la chiquitania. Roboré con su río, los saltos de agua, que allí llaman chorros, y el tren que pasa con su cintura de hierro rumbo al Brasil. Esa humedad y los bosques de mandarina, con sus frutas y las mieles negras hicieron la sanación. Mientras tanto, yo vivía en el delirio. Las fiebres ocupaban un gran espacio de tiempo, y sentir mi piel ardiendo era ya una costumbre que no me sorprendía y que el agua aliviaba, cuando sumergido hasta que los pulmones estén a punto de reventar, me extasiaba mirando la múltiple coloración de la piedras del fondo del río, del río mágicamente limpio, claro, como un paraíso amplificado. Mirar bajo el agua es escudriñar el mundo asombroso donde los sueños se han hecho físicos.

En medio de ese escenario estaban todos los bultos, los fantasmas, los seres que moran entre la alucinación y la vigilia, el carretero y su carretón de la otra vida, la viudita, el negrito suicida que se había ahorcado –nunca supe de dónde iba suspendido- en el teatro de la V División de Ejército, y el cementerio de los aparatos usados en la Guerra del Chaco, los yip willis, camiones, armas, metralletas, cañones, todo oxidado, inundado por alimañas y hiervas hostiles. El duende rubio que espiaba desde el techo de la casa deshabitada en la esquina del condominio de los militares y los personajes del cine Roxy que, junto con lo espectadores, a las once de la noche, momentos antes de que se corte la luz eléctrica en el pueblo, cruzaban la plaza, es decir, cerca de mi dormitorio, silbando la canción “Dile que la quiero”, de la más impactante película de terror de mi niñez.

Desde entonces sé que el sueño, los delirios, la fiebre y el blanco y evidente día moran todos en uno. Y de esa manera sé que todas las puertas están abiertas. Desde ese entonces, sé que la vida no es un sueño, sino una lúcida peregrinación por un mundo precario y, por eso mismo, maravilloso.

viernes, julio 07, 2006

Trayecto

El volante no es una dirección, es un arco que al frente se mueve independiente de la noche que ya ha devorado tinta en su vientre de opaca tersura. A mi lado, tu cuerpo, la respiración, una densa marea de te quieros no dichos, y la luna que ha hundido su garganta de nata sobre un mar de presentidos deseos. Por la calle, la gente, los carros. Aquí, adentro, nosotros: callados descono­cidos. Aprieto los dedos. Un alguien desata el estrépito de su bocina a mi espalda. Y entonces sí: lúcida, como un regalo de soles, me viene la certeza de que entre ese tú y ese yo que no se aman hay un afán de beberse, no importa en qué callejón ni en qué verano, insaciables, todos los labios. (de mi libro Tamil, 2006)
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