miércoles, enero 23, 2008

Los seis dientes de Cervantes


¿Cómo era Miguel de Cervantes?

Según David Huerta, «Cervantes fue un hombre tolerante y comprensivo, y [] esos rasgos de su personalidad y de su obra forman parte para siempre de su grandeza. No fue un virulento antisemita, como Quevedo; descreyó del mito de la pureza de sangre y de la obtusa insistencia de los ‘castellanos viejos’ en su innata superioridad; ni siquiera alimentó resentimiento alguno contra los árabes, que lo tuvieron preso en Argel durante cinco penosos años (1575-1580) y sintió viva simpatía por los italianos –lo que resulta muy natural– y aun por los ingleses, contra lo que pudiera creerse, según se lee en ‘La española inglesa’».

Sabemos de la tremenda gloria de Cervantes, no la del Cervantes de carne y hueso, sino diríase la del Cervantes trascendente (para el que su parte humana es solamente una sombra), el que nos acompaña a través de su portentosa obra. Circunstancias éstas en las que uno se pregunta ¿Qué es entonces, pues, esa gloria? ¿Qué hace un nombre deambulando sin su cuerpo?

El hombre, Miguel de Cervantes, sufrió penurias económicas, aventuras terribles, y día a día de miserias emocionales en un ambiente sórdido de pleitos, y familia de clase media baja, complicada en un sinnúmero de enredos, mientras las insuficiencias físicas lo agobiaban, murió con su hábito de franciscano y con la cara descubierta. Dicen que lo enterraron en la calle Cantarranas (ya solamente este detalle podría llevarnos a escribir un ensayo), pero nadie sabe dónde fueron a dar sus huesos. Ese hombre, el cuerpo concreto y su alma agobiada, hace parte de la circunstancia del pasado, es decir, hacen otra cosa.

La retahíla de pequeños fracasos domésticos y profesionales, las temporadas en cautiverio, la cárcel, la afrenta pública, fueron parte de los días. Sin renta, con una incapacidad nata de atraerse los favores de mecenas o protectores; y una especie de mala fortuna que lo persiguió durante toda su vida. Dicen los cronistas que al final, algún reconocimiento público llegó como suave lluvia. Pero el cuerpo ya estaba gastado, y el arca doméstica no se recuperó jamás.

En el prólogo, que él mismo realiza a sus Novelas Ejemplares, leemos una descripción que hace de su persona, pero principalmente de su cuerpo, donde los dientes son pieza principal y, se diría, simbólica. Cervantes tenía en el momento en que se sentó a escribir su retrato, y podemos inferir que por mucho tiempo porque no lo coloca como rasgo circunstancial, sino más bien definitorio, muy pocos dientes. Apenas seis. Es decir, una “boca saqueada”, como diría de sí mismo Quevedo. Parece prueba contundente de sus aprietos físicos: Cervantes no tiene para comer ni dinero ni dientes. Ese Cervantes, el que podía haber sido nuestro amigo, de tardes de café y acaso citas de bellos sonetos Garcilacianos, nunca conoció lo que le deparaba el destino, al otro Cervantes, al fantasma de sí mismo, que vive la eternidad de lo clásico, y la modernidad permanente de la controversia.

Declaro, entonces, mi admiración por el otro, el hombre que en medio de la dureza de sus días, se esforzó por concluir una obra, apenas como un servidor de voces más profundas y en algún momento, acaso ajenas.

"Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha , y del que hizo el Viaje del Parnaso , a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria".

En la imagen, retrato de Cervantes realizado por Eduardo Balaca. No podemos, sin embargo, confiar en la autenticidad de ninguno de los retratos que se conservan.

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miércoles, enero 16, 2008

Fragmentos de la Comedia

Acaso una de las bellas crónicas que, entre mágicas y místicas, nos llegan de la historia de la literatura, sea aquella de los fragmentos perdidos de La Comedia. Compartirla me parece entonces no sólo mandatorio sino placentero.

Después de la muerte de Dante Alighieri en 1321, revisados los documentos heredados, sus hijos Jacopo y Piero hallaron en falta algunas fracciones del manuscrito de su obra maestra la Comedia, ahora muy conocida como Divina Comedia, gracias al epíteto construido por Boccaccio. Los hijos, durante varios meses, registraron la casa entera y todos los papeles de su padre sin encontrarlos.

La duda les surgió entonces, y con ella la angustia de pensar que el poeta había fallecido sin lograr concluir el poema.

Perdida estaba ya toda esperanza cuando Jacopo tuvo un sueño, que a la larga sería esclarecedor.

En el sueño, se presentó la imagen de su padre vestido de blanco y bañado de una luz etérea. El soñante preguntó a la visión si el poema se había completado. Dante asintió con la cabeza, y luego la silente figura señaló a Jacopo un lugar, que en el sueño el soñador sabía que era secreto, en el viejo gabinete del poeta.

A la mañana siguiente, inquieto y perturbado, Jacopo, acompañado de un amigo de Dante, que haría las veces de testigo, abogado éste, probablemente gestor con la familia de los trámites de herencia, se trasladó al sitio que en el sueño se había mostrado. El asunto fue que en el área designada había una pequeña persiana fija a la pared. Al levantarla, encontraron una portezuela. En su interior hallaron algunos papeles, cubiertos ya de verde moho. Los sacaron cuidadosamente, rasparon el cardenillo y para alegría se pudieron leer las palabras de Dante. Con este hallazgo se completó “La Divina Comedia”.

Grande es pues la deuda que la literatura tiene con aquel sueño, y por qué no con Jacopo, fiel protector de la obra de su padre.


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miércoles, enero 09, 2008

Mirar en los sesentas

En el año 2006, imaginamos con Verónica Delgadillo un blog dedicado exclusivamente al cine. El ojo sin paz. Mi permanencia en él fue corta, hoy sigue su ruta cineforme, que habría que frecuentar, pero es otra etapa y otra senda; sin embargo, es necesario apuntar que entre los textos que en esa prehistoria se dejaron hubo uno que Verónica clasificó como comentario, y que yo supongo un cuadro, por lo que va un paso más allá del tema específico, el cine, para ingresar en el rescate, y acaso sea mejor decir, la literatura. Por esto, y a casi dos años de su publicación, 18 de enero de 2006, lo traigo para difundirlo en este blog.

Las primeras películas de mi vida fueron en blanco y negro. A mis seis años el mundo se había multiplicado haciendo un espacio de luces y de voces: Joselito, Tarzán, Cantinflas, Clavillazo. Luego se desgranaron las películas del México rural, las protagonizadas por los hermanos Aguilar y el entrañable Fernando Soto “Mantequilla”, con aquellos caballos briosos y trajes elegantes de charro, guitarras, cohetes y mujeres rudas pero seductoras. Películas como aquella sobre la leyenda de Chucho el roto con Luis Aguilar o la terrible Sangre y Arena de 1941, basada en la novela de Blasco Ibáñez, no aquella del cine mudo (que no es mi época) cuando Roberto Valentino hacía furor, sino la versión de Rouben Mamoulian con la diva Rita Hayworth, quedaron para siempre en mi memoria, porque esas cintas eran las que llegaban al cine Roxy, cuyas altas paredes hacían soñar a los niños e imaginar cómo sería la película que adentro se estaba exhibiendo en aquel Roboré de fines de los sesenta.

El cine era entonces la maravilla, especialmente en Bolivia adonde la televisión –país bendecido en éste y en muchos casos- demoró en llegar. Se trataba de magia pura. Arrebatados por las imágenes, no reparábamos ni en los defectos que seguramente introducía la pantalla, hecha de una vetusta tela remendada y malamente fijada entre las dos vigas que hacían de bastidor. A falta de techo, el cine se proyectaba bajo las estrellas, a partir de las ocho y media, prevenidos de que la energía eléctrica solamente se mantenía hasta las once de la noche.

Al salir de la sala –así podemos llamar a aquel canchón con piso de tierra y bancos de listones que yo recuerdo enormemente extensos-, si la película era largo metraje, la gente se apresuraba para alcanzar a llegar a casa antes del implacable corte de luz que era preciso y puntual pues estaba gobernado por uno de los funcionarios del ferrocarril. Así la relación de la luz eléctrica y el cine hizo su entrañable relación en nuestras almas, más allá de la tecnología.

En aquellos remotos sesenta, el cine era la religión. Los niños, apretados contra el muro de una de las casas se narraban con cara circunspecta y ojos extremadamente abiertos, repitiendo los relatos de la servidumbre, las escenas de Drácula, la del famoso Christopher Lee que nuestros padres no nos dejaron ir a ver, pero que siempre nombrábamos, pues para decir que algo era extremadamente bueno, los niños decían “es superior a Drácula”, un vampiro, según me dijeron, que se nos presenta siniestro, seductor e impecable. Allí estaba entonces escondido el cine que nos estaba vedado, el de las películas prohibidas por exhibir alguna escena supuestamente escabrosa de sexo –hoy cualquier publicidad superaría las mojigatas escenas de aquellos tiempos- y el impresionante mundo del terror, que hacía a nuestras almas saltar hasta el abismo del miedo psicológico, fascinados, claro está, por el agujero de luz que se estacionaba detrás de las paredes del cine Roxy.
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miércoles, enero 02, 2008

Isaías 12

Y aquel día dirás:
Yo te alabo, Jehová, porque te irritaste contra mí,
pero se aplacó tu cólera,
y me has consolado.

Este es el Dios de mi salvación,
En él confío y nada temo,
porque mi fuerza y mi canto es Jehová.
Él ha sido para mí la salud.

Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud,
Y diréis aquel día:

Alabad a Jehová, cantad a su nombre,
pregonad sus obras en medio de los pueblos,
proclamad que su nombre es sublime.

Cantad a Jehová, que hace cosas grandes;
que lo sepa la tierra toda.

Exulta, jubila, moradora de Sión,
porque grande es en medio de vosotros el Santo de Israel.
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