Paisaje
Uno podría pasarse horas describiendo el paisaje, dibujando por ejemplo la tarde con todos sus jaspes y su oro mágico detrás de los grandes árboles; y después que los ha nombrado, quedarse hablando de las plazas y los parques, de los lotes baldíos, y de las calles de tierra, de los barrios marginales perdiéndose en la selva. También podríamos ingresar a la memoria, rebuscar sus más tiernos agujeros y recuperar a esa muchacha por quien gritamos como desquiciados aquellas madrugadas lejos de su calor y de sus ojos luminosos, contar también sobre los vinos y los buenos amigos de la bohemia; pero todo aquello, ahora, no significa nada. El horror mora adentro. Y es lo único que parece golpear: ese caerse de los días, ese elemental anhelo de no se sabe qué.
Ahora mismo, veo cómo mis pequeñas habilidades han muerto. Aquellas que hicieron mis ilusiones de adolescente. Recuerdo, por ejemplo, mis destrezas como jugador de ajedrez desde niño – estampadas en mi memoria están las cotidianas noches de intricadas y emocionantes partidas con mi padre y los campeonatos y premios colegiales; los primeros años de la universidad cuando le brindé pasión y largas horas a su estudio, ejercicio que me salvó del dolor de la soledad; pero, después de haberlo abandonado por cerca de veinticinco años, ahora toda esa ambición se ha ido, acabo de comprobar que me he convertido en un jugador descuidado. Lo mismo podría decir sobre otros intentos, mencionar que dediqué los primeros tiempos de mi juventud, con más ardor que talento, a la guitarra, a componer canciones, a imaginar que podía llegar a ser concertista, o al menos payador; y hoy difícilmente me inclino a demorarme en un rasgueo, preferible de aires de la tierra, a entonar ciertas canciones quechuas, o canturrear un olvidado cante jondo, trivialidades que escondo cada día más. Estos son algunos de mis muchos abandonos. En realidad ya nada me anima que no sea la literatura. Esa avara a quien he entregado mis sueños, mis trabajos y mis días.
Y aquí viene la terrible pregunta: ¿Qué es lo que la literatura me ha dado?
Tengo la angustia dentro de mí. La angustia de sentir que ésta es una leche que no sé que sabor tiene. Entonces sufro, a excepción de aquella hora en que consigo leer cierta página brillante, Borges, siempre, Alejandra Pizarnik, a la que pocas veces ya frecuento, Saenz, Pessoa, o cuando me vienen los afanes de seguir descubriendo al Dante, o los trances en que sucede aquel milagro de lograr escribir un texto que tiene enjundia pero que pocas veces me satisface. Es en ese momento que me encabrito y salgo de mí y ya no puedo seguir leyendo, y no puedo seguir escribiendo. Así es que marcho hacia la noche, como si fuera la amante, el agujero que espera, voy atolondrado detrás de su ojo negro, olfateando demente su regazo de tinieblas, tan colmado estoy; pero la noche está cicatrizada, imposible ya de penetrar, yo voy y me recibe sin decir nada. Camino, claro, husmeando su mundo. Busco en el cielo una luz verdadera entre tanta estrella muda, y nada, la gente pasa apurada, no me dice nada, el barro inmemorial que forman los charcos, las farolas de las esquinas, los automóviles que pasan feroces buscando la muerte, no me dicen nada. Y el vaso que tengo sigue lleno sin poder vaciarlo. Me digo: “Calma, es el horror que mora adentro.” Cuando no hay nada que sosiegue, cuando el espíritu se ha perdido ya desorbitado en su heterogénea plantación que huele como el monte, que suena como el monte, que te devora como el monte.
Ahora mismo, veo cómo mis pequeñas habilidades han muerto. Aquellas que hicieron mis ilusiones de adolescente. Recuerdo, por ejemplo, mis destrezas como jugador de ajedrez desde niño – estampadas en mi memoria están las cotidianas noches de intricadas y emocionantes partidas con mi padre y los campeonatos y premios colegiales; los primeros años de la universidad cuando le brindé pasión y largas horas a su estudio, ejercicio que me salvó del dolor de la soledad; pero, después de haberlo abandonado por cerca de veinticinco años, ahora toda esa ambición se ha ido, acabo de comprobar que me he convertido en un jugador descuidado. Lo mismo podría decir sobre otros intentos, mencionar que dediqué los primeros tiempos de mi juventud, con más ardor que talento, a la guitarra, a componer canciones, a imaginar que podía llegar a ser concertista, o al menos payador; y hoy difícilmente me inclino a demorarme en un rasgueo, preferible de aires de la tierra, a entonar ciertas canciones quechuas, o canturrear un olvidado cante jondo, trivialidades que escondo cada día más. Estos son algunos de mis muchos abandonos. En realidad ya nada me anima que no sea la literatura. Esa avara a quien he entregado mis sueños, mis trabajos y mis días.
Y aquí viene la terrible pregunta: ¿Qué es lo que la literatura me ha dado?
Tengo la angustia dentro de mí. La angustia de sentir que ésta es una leche que no sé que sabor tiene. Entonces sufro, a excepción de aquella hora en que consigo leer cierta página brillante, Borges, siempre, Alejandra Pizarnik, a la que pocas veces ya frecuento, Saenz, Pessoa, o cuando me vienen los afanes de seguir descubriendo al Dante, o los trances en que sucede aquel milagro de lograr escribir un texto que tiene enjundia pero que pocas veces me satisface. Es en ese momento que me encabrito y salgo de mí y ya no puedo seguir leyendo, y no puedo seguir escribiendo. Así es que marcho hacia la noche, como si fuera la amante, el agujero que espera, voy atolondrado detrás de su ojo negro, olfateando demente su regazo de tinieblas, tan colmado estoy; pero la noche está cicatrizada, imposible ya de penetrar, yo voy y me recibe sin decir nada. Camino, claro, husmeando su mundo. Busco en el cielo una luz verdadera entre tanta estrella muda, y nada, la gente pasa apurada, no me dice nada, el barro inmemorial que forman los charcos, las farolas de las esquinas, los automóviles que pasan feroces buscando la muerte, no me dicen nada. Y el vaso que tengo sigue lleno sin poder vaciarlo. Me digo: “Calma, es el horror que mora adentro.” Cuando no hay nada que sosiegue, cuando el espíritu se ha perdido ya desorbitado en su heterogénea plantación que huele como el monte, que suena como el monte, que te devora como el monte.
2 Comments:
Gary: te has desangrado en esta nota.¿O sólo estás sangrando? ("No es lo mismo sangrar que desangrarse").Confesás tu peregrinar por varios oficios que describís como pequeñas habilidades. Yo, que también anduve por las mismas, creo que más que pequeñas habilidades ha sido la pasión del caminate. Ajedrecista (yo también jugaba ajedrez con mi padre, y todas las navidades recuerdo esas partidas) guitarrista, componedor de canciones (esos seguís siendo,con tus poemas)y literato.Hablás de tus multiples abandonos, pero desde el punto de vista del peregrinador, te veo encontrando y despidiendote de lugares, puestos en el camino, pascanas, restaurantes,diciendo el adios del caminante, que no es precisamente un abandono.E imagino que entre posada y posada, en el camino, vas haciendo literatura como quien camina silbando por el sendero y en realidad, esa melodía, es lo único que te llevás. Me quedo pensando en esta pregunta tuya: ¿Qué me ha dado la literatura? y la otra:¿Las palabras no significan nada ante el horror que mora adentro?
Seguiré pensando en eso.
Gaspar, fundamentalmente podríamos decir que el texto se ha elaborado con el fin de tejer un regazo a esas dos preguntas.
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