lunes, octubre 25, 2010

El sótano

Habíamos estacionado dificultosamente el automóvil en el único espacio que nos dejaba la calle, un Land Rover modelo 97, es decir del siglo pasado. El francés y yo llevábamos mochila y teníamos que caminar como un par de cuadras antes de llegar a la reunión prevista. De repente el francés entró en una casa. Es mi casa, dijo. Le pregunté si podría dejar mi mochila en ella para no cargarla hasta la reunión –pensando, claro, que es algo ridículo llegar a una reunión de ejecutivos con una mochila de colegial -contestó que por supuesto, no habría ningún problema.

Ingresamos a la casa. Las casas en esos barrios son pegadas unas a otras como si fueran a entregar parte de las cocinas y de los baños privados a una comandita inexplicable. Salieron las hijas del francés. Una de ellas, la que llevaba el cabello corto y parado a mechones, de repente se aproximó y dijo mi nombre. Quedé algo sorprendido, lo confieso, pero como generalmente me sucede, y todos saben de mi mala memoria para con los rostros, supuse que era alguno de los que había frecuentado los eventos de cultura a los que generalmente asisto y no podía recordarla por el estrés o por quién sabe qué otros pruritos inconfesables.
Con una familiaridad inopinada me condujo hasta el sótano.

-Aquí es donde está esa energía enemiga –dijo señalando una portezuela de madera que aparecía bajo las gradas. Comprendí que me había arrastrado hasta aquellos rincones para que haga algo –acaso para probarme, pensé, pero… ¿para probarme qué? Así que levanté la mano e hice la señal de la conjuración con los tres dedos, primero hacia el espacio al lado de donde ella se había detenido. Como no se sintió ningún resultado ella rió de buena gana. Y me volvió a señalar la portezuela. Entonces, tomando todo el coraje de lo que alguien es capaz en esas circunstancias, hice todos los conjuros que sabía delante de la portezuela herméticamente cerrada. Pero yo intuía que la puerta no ocultaba nada, que allí no estaba el peligro, sino en la moza misma: en la hija del francés, a quien no pude olvidar a pesar de las interminables reuniones que acaso se sucedieron y la cantidad de veces que tal vez eludí aquella casa para no tener que verla. Pero como sucede con algunas pesadillas todo aquello ya es imposible de averiguar, ya que el inteligente sistema de alarma de mi celular sonó en ese mismo instante para hacerme creer que desperté, aunque solamente era otro sueño, libre –quién sabe si momentáneamente- de la hija del francés y sus invisibles pero demandantes amenazas.

martes, octubre 12, 2010

El cuerpo, mal amigo

Me encontré caminando por un sendero frío. Es decir, un sendero humano, tan humano como el de los gatos. Estirando mi cuerpo –ojalá fuera así de esbelto como el de aquellos animalitos- torpe, mi cuerpo hinchado por la gordura no de la gula sino del tiempo. Y no descubrí nada, todo estaba bajo la cortina de las derrotas. Una, dos, tres. Muchas. Entonces quise dar el salto pero tuve miedo. No pude con el abismo al que estoy seguro regresaría para deshacerme entre las paredes de la desesperación. Nada, ni siquiera la degeneración sería finalmente algo que lo seduzca en las oscuridades. Y he preferido continuar con el tal cuerpo bamboleándome en un territorio donde estoy condenado a fallecer por el pecado de la pereza, abandonándome entre las hierbas, esclavo de la esperanza, cuando en el corazón late el guerrero, el cuerpo –mal amigo- ya no acompaña.

He caminado trece millas de continencia. Ahora debo trasponer el río de fuegos. Y no parece haber alternativa. Si duermo –como lo hace mi compañera- pereceré por las llamas, si cruzo me rostizaré la piel. Pero las quemaduras de segundo grado dejan la posibilidad de que sean superficiales, y se curen con la cirugía del más allá, en los hospitales del campo del sueño.

El río del que hablo da al mar. Sí, un mar de agua primordial, agua salada como corresponde. Es un mar que se pierde en el horizonte y al que se llega por un angosto puerto cerca del estuario del río. Veo en el puerto un bergantín, su nombre es Ítaca. No tengo monedas para el barquero. Pero si mi dama despertase –olvidé mencionar que la hermosa viene conmigo, la traigo a rastras (o me trae el perfume de sus brazos) en un carro de cedro-, si olfateara el anís con que pretendo me escuche, subiría con ella sin cuidado y lavaría la cubierta hasta que brille para surcar las aguas sin descanso. Y mientras teje las horas yo viajaría al encuentro de mi Padre.

Esperad. ¿Hay en la goleta escuderos? ¿Vienen por mí o son mis huesos quienes padezco y suenan? Sí, soy prisionero de mis tibias, de las ciento ocho osamentas que me aprietan. Así es muy difícil la travesía. Levanto la bandera pirata. Y el velero se mueve. Ya crujen los maderos y siento como la quilla embiste el primer rompiente. Miro a mi dama que todavía duerme mientras la brisa del mar se hastía de nuestros sudores, cuando el sol, inmenso, cubre la mitad del cielo con su aurora y se hace el día.
Imagen: El fuego, Giuseppe Arcimboldo

sábado, octubre 02, 2010

Los libros de poesía

Uno se pregunta ¿qué es un libro de poesía? Escasos son aquellos que logran construir de un libro una sola obra, generalmente se desgrana en accidentes. En general, hoy por hoy, un libro de poesía te atraganta, no porque nos deje sin aliento, sino por la mucha diversidad del alimento que se amasa en un solo bolo. ¿Quién es capaz de transitar páginas y páginas de una verborrea infernal? Mejor regresar a Machado, a Borges, a San Juan de la Cruz, Ibn Arabi, la poesía Sufí casi sin desperdicio, y si posible, al Dante, a Virgilio, o descubrir que las páginas del Ramayana, Tulsidas nos deslumbra definitivamente. Pero, a la hora de escribir, ¿cómo garabatear, cómo dibujar lo que ilumina adentro?

La verdadera poesía debía ser un acto sagrado, una especie de ritual que va de boca en boca. Una revolución del susurro. Naturalmente la poesía es un regalo, no un comercio. Es la mejor manera de entregarse y entregar. Esta población desbandada cuando se encuentra – y qué mejor encuentro que la del leer poesía- incrementa en millones de voltios el relámpago deslumbrante del amor. El amor, ese músico-mágico-intenso-inescrutable-íntimo-inexpresable, que cuando viene, aterriza a sentar bandera, ése es el lumen propicio de la poesía. El amor o cuerda vívida que vibra y que nos hace amar. Amo luego existo. Y se aman los hombres, las mujeres, las plantas, las piedras, las cosas, lo invisible de la sabiduría, la palabra, y lo inexpugnable de los misterios. Hay una aguja que se ama, y se llama conciencia. También eso se ama y mucho más. Solamente el que sabe amar sabe de estas cosas. He ahí el poeta.

Entonces el canto se produce. Adentro del hombre, cuando se canta, el universo interior es una música intangible. Y los versos que se dicen y suenan, porque el sonido es la llave de todos los seres y las cosas, con él se los crea, con él se los abre, con él se los acaricia, con él se los convoca. ¿te acuerdas de Josefina, la ratoncita de Kafka? El poeta que no sabe de música, está apenas extraviado en un enorme crucigrama.

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