miércoles, octubre 24, 2007

Contra los poetas


No hace mucho leí un artículo del controvertido polaco Witold Grombowicz. El texto se llama “Contra los poetas”.
Uno podría inicialmente pensar que Grombowicz es enemigo de la poesía (sostengo que nadie puede serlo sin tener antes que hacer abandono de su espíritu), así que dediqué mi tiempo a revisar esta suposición. Concluida la lectura, como corresponde, comprendí que el objeto del artículo era diferente. Se trataba de atacar, a la manera de este tipo de escritores, escandalizando, es claro, de ahí el título, a cuanto impostor se levanta en nombre de la poesía, tanto aquellos que la utilizan como remedo de dulces palabras que empalagan, como de aquellos que se han dado cita en el intento a través de la erudición. Pues, ¿no se hace la erudición enemiga del conocimiento cuando su uso es inconciente, automático, y, por lo tanto, impertinente?; pero más allá de la erudición automática, ¿No es el “conocimiento serpiente venenosa” (Nietzche dixit) que puede matar al incauto? El comentario de Grombowicz iba, entonces, contra aquellos que no pudiendo ser honestos consigo mismo se veían en el espejo considerando que aquello era su cara natural. Es decir, Grombowicz se había propuesto ir contra el artificio, sus artimañas, sus cofradías y sus vanidades, cosa que inmediatamente nos recuerda al famoso ensayo irónico “Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes” de Quevedo, que de entrada se enfrenta contra aquéllos, cuando dice: «Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos, y cristianos aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más enormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a malas mujeres, y que los prediquen sacando Cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos. A continuación Quevedo se estrella contra el lenguaje de los poetas de la época, tal cual parece hacer Grombowicz. En otras palabras, ambos escriben gacetillas para denunciar a aquellos que buscan en la poesía el maleficio de la palabra por la palabra, sin la necesaria reflexión, meditación y, lo que es peor, sin la necesaria vivencia. No es el poeta, pues, un adorador de la palabra hueca, o de resonancias “interesantes”, si no más bien un testigo de caminos interiores, espirituales, cuya mirada dibuja, si es el caso, un exterior que emerge gracias al uso permanente de la práctica del saber dónde se está, del saberse nadie, y de las batallas constantes contra sí mismo.

Copio a continuación algunos párrafos del referido artículo. Sugiero a los interesados procurarlo completo en Contra los poetas:

No cabe duda de que la tesis de esta nota: que los versos no gustan a casi nadie y que el mundo de la poesía versificada es un mundo ficticio y falsificado, parecerá desesperadamente infantil; y, sin embargo, confieso que los versos no me gustan y hasta me aburren un poco. Lo interesante es que no soy un ignorante absoluto en cuestiones artísticas ni tampoco me falta la sensibilidad poética y, cuando la poesía aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos, por ejemplo en los dramas de Shakespeare, en las obras de Dostowieski, de Pascal, o, sencillamente en el crepúsculo cotidiano, tiemblo como cualquier mortal. Lo que difícilmente aguanta mi naturaleza es el extracto farmacéutico y depurado de la poesía que se llama “poesía pura” y, sobre todo, cuando aparece versificada. Me cansa el canto monótono de esos versos, siempre elevado, me adormecen el ritmo y la rima, me extraña en el vocabulario poético cierta “pobreza dentro de la nobleza” (rosas, amor, noche, lirios, y a veces sospecho que todo ese modo de expresión y todo el grupo social que a él se dedica padecen de algún defecto básico.

Yo mismo creía al principio que esto se debía a una particular deficiencia de mi “sensibilidad poética” pero cada vez tomo menos en serio los slogans que abusan de nuestra credibilidad. No hay cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes (finos y cultos, por cierto y fervientes admiradores de aquel poeta) advertía la treta; o, analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso comprobaba con asombro que los “admiradores” ni siquiera lo habían leído completo. Cómo puede ser eso entonces? Admirarlo tanto y no leerlo? Gozar tanto de la “precisión matemática” de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites está basado sobre un convenio de mutua discreción: cuando alguien declara que le encanta la poesía de Valery es mejor no acosarlo demasiado con indiscretas investigaciones porque entonces se pondría en evidencia una realidad tan distinta de todo lo que nos imaginamos y tan sarcástica que nos sentiríamos sumamente molestos. El que deja por un momento las convenciones del juego artístico, enseguida tropieza con un montón de ficciones y falsificaciones, cual un escolástico escapado de los principios aristotélicos.

Me encontré, pues, cara a cara con el siguiente dilema: miles de hombres hacen versos; otros miles les demuestran gran admiración; grandes genios se expresan por medio del verso; desde tiempos inmemoriales el poeta y los versos son venerados; y frente a esa montaña de gloria –yo, con mi convicción de que la misa poética se efectúa en el vacío casi completo.

Valor, señores! En vez de huir ese hecho impresionante, tratemos de buscar sus causas como si fuese un hecho como cualquier otro.



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lunes, octubre 15, 2007

Interpretaciones de Kafka

Herman Hesse es uno de los autores más importantes del siglo XX; sin embargo, creo que hoy no es lo suficientemente leído. Su extraordinaria novela El Juego de Abalorios, por ejemplo, no ha sido estudiada lo suficiente, acaso por haber incurrido con ella, precisamente, en un espacio diferente y extraño, donde los críticos prefieren callar: el espacio de la literatura fantástica, hecha con el propósito de sumergirse en lo más complejo del espíritu humano.

Escritos sobre literatura, publicado por Alianza Editorial, nos trae un vasto material de ensayos y comentarios de este importante escritor, cuyas claves nos llevan a vislumbrar un camino literario bellamente florecido en el espíritu. Por sus profundas y maduras reflexiones sobre la literatura, especialmente despojadas de poses y entreveros mentales, merece la pena para todos.

Aquí comparto la respuesta que dio a las inquietudes de un joven lector sobre sus lecturas de Kafka. Herman Hesse aprovecha esta carta para intentar corregir las miradas de muchísimos lectores que entrampados en la telaraña de la erudición cultural dejan de ver el bosque.

Interpretaciones de Kafka

Entre las cartas que me escriben mis lectores, existe una determinada categoría que crece cada vez más y que observo como síntoma de la creciente intelectualización de la relación entre el lector y la obra. Estas cartas que proceden en general de lectores más jóvenes muestran un esfuerzo apasionado por las interpretaciones y explicaciones, sus autores plantean cuestiones interminables. Quieren saber por qué el autor ha elegido aquí esta imagen, allí aquella palabra, qué ha «querido» y «pretendido» con su libro, cómo se le ha ocurrido precisamente elegir este tema. Quieren que les diga cuál de mis libros me parece el mejor, cuál me resulta más querido, cuál expresa con más claridad mis ideas e intenciones, por qué me expresé sobre ciertos fenómenos y problemas de manera distinta a los treinta años que a los setenta, qué relación existe entre «Demian» y la sicología de Jung o de Freud etc., etc. Algunas de estas preguntas proceden de estudiantes de Universidad y parecen estar influidas por los profesores, pero la mayoría parece nacer de una necesidad auténtica y propia, y todas juntas muestran ese cambio en la relación entre libro y lector que se impone en todas partes y también en la crítica pública. Lo agradable de ello es la participación de los lectores; ya no quieren disfrutar pasivamente, no quieren tragarse simplemente un libro y una obra de arte, lo quieren conquistar y apropiárselo analizándolo.
Pero el asunto tiene también su aspecto negativo: el decir sabihondeces y el hablar por hablar sobre el arte y la literatura se han convertido en deporte y fin en sí mismo, y bajo las ansias de dominarlos a través del análisis crítico ha sufrido mucho la capacidad de entrega, de contemplar y escuchar. Si uno se contenta con arrancar a un poema o una narración su contenido en ideas, en tendencias, en elementos didácticos o instructivos, se contenta uno con poco y el secreto del arte, lo auténtico y esencial se escapa.
Hace poco un joven colegial o estudiante, me escribió una carta pidiéndome que le contestase una serie de preguntas sobre Kafka. Quería saber si yo consideraba el «Castillo» de Kafka, su «Proceso», su «Ley» símbolos religiosos —si compartía la opinión de Buber sobre la relación de Kafka con su condición judías— si creía en una afinidad entre Kafka y Paul Klee y algunas cosas más. Mi respuesta fue esta:
Querido Señor B.
Lamento tenerle que decepcionar por completo. Sus preguntas y toda su manera de enfrentarse a la literatura no me sorprenden; tiene usted miles de colegas que piensan de manera parecida. Pero sus preguntas, sin excepción insolubles, provienen de la misma fuente de errores.
Los relatos de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos o morales, sino obras literarias. El que es capaz de leer realmente a un escritor, es decir sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales y morales, sencillamente dispuesto a recibir lo que da el escritor, a éste esas obras le dan en su lenguaje todas las respuestas que pueda desear. Kafka no tiene nada que decirnos como teólogo ni como filósofo, sino únicamente como escritor. El no tiene la culpa de que sus formidables obras estén hoy de moda y que sean leídas por personas que no tienen talento y que no están dispuestas a recibir literatura.
Para mí que pertenezco desde las primeras obras de Kafka a sus lectores, ninguna de sus preguntas significa algo. Kafka no da respuestas a sus preguntas. Nos da los sueños y las visiones de su vida solitaria y difícil, parábolas de sus experiencias, sus dificultades y alegrías, y estos sueños y estas visiones exclusivamente, son lo que tenemos que buscar en él y recibir de él, no las interpretaciones que interpretadores agudos dan de estas obras. Este afán de «interpretar» es un juego del intelecto, un juego a veces muy bonito, bueno para personas inteligentes pero ajenas al arte, que saben leer y escribir libros sobre escultura africana o música dodecafónica, pero que nunca encuentran el camino al interior de una obra de arte, porque están ante la puerta probando cien llaves y no se dan cuenta de que la puerta está abierta.
Esta es más o menos mi reacción a sus preguntas. Creía deberle una respuesta porque escribía usted en serio.
(1956)



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lunes, octubre 08, 2007

Porto de Galinhas


El festival de Fliporto tuvo su sede en Porto de Galinhas.

Alguien me cuenta que el curioso nombre del puerto se debe a que en el siglo XIX, cuando la esclavitud ya estaba abolida, los contrabandistas de gente atracaban con barcos en cuya cubierta se llevaban gallinas, disfrazando el verdadero contenido comercial: esclavos. Así que la palabra clave para ese comercio indigno era “galinhas”, (“gallinas”, en castellano). De manera que el nombre denigrante ha quedado como rémora de tiempos feroces.

Al salir del hermoso hotel cinco estrellas, en un paisaje de sueño emergen las playas, como se puede ver en la fotografía que adjunto[1], de una vista espectacular, es decir, parte del circuito turístico de placer que ofrece Brasil. Allí se derraman las muchachas en trajes de baño sobre sus sillas, debajo de los quitasoles, los niños juegan con el mar, pescados, mariscos y jugos de frutas se ofrecen a los veraneantes directamente en la playa, mientras las olas mecen el cuerpo y el horizonte hace presentir las lejanas costas del África. Los arrecifes permiten, gracias a su transparencia, vislumbrar peces, caballitos de mar, y otras especies subacuáticas que deslumbran.

Allí toda la música.

Y por más que lo intento no dejo de pensar que ese nombre es una infamia, más una brujería que algo mágico: esclavos, gente amarrada, gente sufriendo, pensando quizás que han caído en manos del demonio, un demonio que imaginan extranjero, inclusive a sus peores espíritus domésticos, cuya malignidad tiene que ver no con la esclavitud directa, sino con la corrupción de sus normas, impuestas en casa, naturalmente. Así, perplejos, se dejan arrastrar en Porto de Galinhas, a la media noche, en un contrabando despreciable, que nada tiene que ver con la belleza indiferente y el sol majestuoso de cada día.


[1] Fotografía tomada al amanecer por Fernando Cuartas, poeta colombiano.



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lunes, octubre 01, 2007

Degollador degollado

En Pernambuco conocí a Vicente Franz Cecim, un poeta de la amazonia brasileña, residente en Belem de Pará, en la boca misma del gran río.

Cecim, a quien Fabrício Carpinejar llama "El alquimista del silencio", se define a sí mismo como un serdespanto (Ó Serdespanto -"Oh Serdespanto", en castellano- es el nombre de su último libro, que nosotros recibimos agradecidos), declarando que no quiere la salvación personal, cosa que sin duda puede dejar una sonrisa de ironía en muchos; pero delante de él, conversando con él, nos damos cuenta de estar frente a un alma que ha trabajado mucho para decir lo que dijo, y en lugar de sentir la soberbia casi cotidiana a la que algunos artistas nos tienen acostumbrados, sentimos un espíritu hecho de agua, una poderosa pero dulce alma de agua, como ha de ser el agua del Amazonas.

Su disertación, durante el encuentro, comenzó con la inopinada confesión de no saber qué es lo que hacía en ese panel, pues no se consideraba poeta, y que más bien encontraba que la cultura con su artificio es una trampa. "No hay nada más sobrenatural que lo natural ni nada más natural que lo sobrenatural", afirmó, dejando a su auditorio boquiabierto.

Durante el almuerzo que sostuvimos, en modo de confidencia, dijo un poema que según él pertenecía a un samuraí, de apenas tres versos, el mismo sería más o menos así:

Degollador degollado
es como una centella de luz
en una gota de rocío.

Y así nos sentimos todos, pero no liberados, como alguno podría pensar; más bien cautivos de la magia y voz nueva que a través de Cecim parecía resonar del profundo río y sus ciudades invisibles.

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