jueves, diciembre 27, 2007

Mi peluquero

Arturo es mi peluquero. Hombre como de cincuenta, barriga plena, sonrisa torcida, no por sarcasmo, sino por la mandíbula dislocada a causa de una mala dentición. Al menos una vez por mes procuro sus servicios, en mi opinión, de excelentes resultados, aunque trabaje como asalariado de una de las pobres peluquerías que se han instalado en la calle posterior al Mercado Mutualista de Santa Cruz.

La peluquería está establecida en una habitación que da a la calle, y que es más bien un pasillo angosto de no más de tres metros de ancho. Sobre cada pared pende un espejo a lo largo. La dueña del local, una mujer de treinta y tantos, ha decidido decorarla por el fin de año con flores artificiales de muy mal gusto que cuelgan a los lados de los cuatro costados de los espejos. En la parte superior, cerca del techo, se han dispuesto interminables fotografías de modelos, peinados con variados tipos de corte. Las personas fotografiadas son jóvenes, bellas, esplendorosas, parece gente de otro país; por encima titilan luces intermitentes de colores, de aquellas que se usan para los árboles de Navidad. De vez en cuando, uno de los peluqueros grita a los transeúntes: “Pase, joven”, “Pase, señora”. Al fondo, una rudimentaria máquina de juegos, donde más de uno arriesga su suerte, centellea invitando. Detrás de ella, sobre el armario, un televisor probablemente defectuoso, porque está apagado, y una radiola sintonizada a máximo volumen en una de las radioemisora de las muchísimas sectas cristianas. En el mismo fondo, a un lado, una portezuela permite el ingreso a una pequeñísima estancia, donde está preparada la semicama del lavado de cabello, mientras una pila de almohadones cuadrados hace nido de mosquitos. Por muchos lugares de las paredes de la peluquería hay ganchos en los que se mantienen colgadas diferentes tipos de prendas de vestir: poleras, chamarras, camisas, y trajes de peluquería. Y, por todas partes, los cabellos cortados: sobre las mesas de trabajo, en los asientos, sobre los artefactos y principalmente por el piso, cosa que nadie parece tomar cuidado de barrer.

Arturo es un peluquero especial, no habla, realiza su trabajo en silencio, pero sin concentrarse en él, más bien se diría que lo hace con displicencia, aunque yo me siento muy satisfecho, así que regreso impenitente a buscarlo. Él se muda frecuentemente de peluquería, así que nunca sé con precisión adónde voy a encontrarlo. Pero al mirarme me reconoce, y cuando ha pasado más tiempo que el debido sin hallarlo, él me mira extrañado, y me reclama: “¿Cómo le va? ¿dónde se ha perdido?”

Entonces, ya sentado sobre la silla giratoria, me encuentro conmigo mismo, con mi cabello que envejece, con mi rostro que muda, con los días del tiempo. Ensimismado y terroso. Total, pronto será Año Nuevo, y el destino mecánico y feroz nos espera con sus fauces de niño atroz, nacido grande y con dientes duros, acaso solamente por eso me aturdo, y embriagado me dejo devorar como cualquiera.

Para Arturo esto no tiene ninguna importancia. Al terminar su trabajo, sin decir nada, sacude el delantal, limpia los pelos que cayeron en la cara con una esponja, me muestra a través de un espejo auxiliar el acabado del recorte y como quien no quiere nada se para a un lado, yo le pago diez bolivianos, que incluyen su bono extra por el aguinaldo, mascullo un felizañonuevo y lo dejo en paz, entre sus cabelleras muertas, y quién sabe que sufrimientos, y angustias, y amores, y pensamientos. No tengo tiempo para saberlos, el microbús pasa puntual, abarrotado, y yo tengo cita en casa con mis sinfines.

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jueves, diciembre 20, 2007

La rosa de los años


En cada pétalo
la rosa
guarda el perfume de sus formas
y mientras se abre
parece manifestarnos
recóndita
la puerta del secreto.

Nuestros ojos se detienen
mirándola perplejos
mas ella permanece
bellísima y obstinada
hermética
como la propia noche.

Sólo en el silencio
mientras se espera
alivia la textura
-cómo explicar lo inexplicable-
que se ofrece
adentro de la rosa.

jueves, diciembre 13, 2007

La hiperrealidad


Los días transcurren en un absurdo programa que no sabemos mirar. Si uno camina con destino a su oficina, (considérese un día común en Santa Cruz de la Sierra, un día algo caluroso), y pone atención a la realidad, podría encontrarse con algunos de los siguientes sucesos:

1. Un hombre como de veintisiete años, en traje deportivo, nada espectacular, de los baratos, cruza con la cara preocupada. El rostro es común, sería caso muy raro que algún transeúnte se fije en él. Otro día, lejos de estas atenciones, pasaría por mi lado y ni siquiera me enteraría. El hombre puede tener problemas en el trabajo, en la casa, con su mujer, con su madre, con el banco. Su orbe de sufrimiento no es desconocido. Su cotidianidad no existe para el mundo, pero, como la de la mayoría, probablemente es un infierno. Sufre, al igual que nosotros, el horror de los noticieros, la estupidez de la política y el dolor de estómago que provoca el tránsito diario de autobuses, automóviles apurados, taxistas nerviosos y gente que empuja, atropellando por todas partes

2. Un grupo de personas se han reunido al lado de un automóvil con letrero de taxi que, en su parada, tiene el capó abierto. Una de ellas lleva una botella de plástico, probablemente con agua – desde mi posición no puedo asegurar nada -, las demás, unas cinco se mueven en tropel. Si nos tomamos más tiempo en observar descubriremos que la parte delantera cerca de los faroles se encuentra abollada. Es probable que haya sufrido un choque. Entonces, uno intenta reproducir las escenas: El taxista ha llamado a su familia. Todos acuden a socorrer – no son necesarios todos, acaso ninguno, pero la solidaridad es para quien sustenta el hogar: nadie puede faltar -. Han suspendido sus compromisos y sus actividades. Hay un pequeño drama familiar. Es probable que estén enfurecidos y algo confusos. Yo sigo mi camino, para mí ese acontecimiento es totalmente ajeno, se diría que no existe.

3. Una muchacha con un buzo apretado pasa por mi lado, tiene como diecisiete años, tiene caderas angostas. No llamaría la atención de nadie.

4. Un pájaro canta en uno de los árboles de la calle donde queda la empresa en que trabajo. Es posible que cante como aviso de que las ramas del árbol le dan sombra y no saldrá del refugio hasta que baje el sol y se haga el crepúsculo, no lo sabemos, desconocemos el idioma de los pájaros. Otro cruza el cielo planeando, acaso en busca de algún gusano, que tampoco sabe que será devorado.

5. El sol golpea enfurecido, mi cuerpo se agita, el sudor me molesta, siento una incomodidad que me obliga a olvidarme del entorno. De repente me hallo dentro de las dependencias de la empresa. Así que me apresuro a ingresar a la sala de mi despacho. Y en un acto de salvación, enciendo el aire acondicionado, el computador y me meto en la Internet. Así, de un sopetón, apago la pequeña realidad. Mientras la otra, la terrible, se va gestando entre las horas, monstruosa, inevitable; y nosotros, inconscientes, atolondrados, instintivos, nos dejamos llevar a sus negras fauces hechas, como todos saben, de tiempo.

6. En alguna página de la Internet encuentro una fotografía donde se muestra a dos enormes tortugas en actitud de copular –nadie sabe cómo están de esa forma, podría ser un show montado por el fotógrafo-, detrás de la cerca de madera la gente observa sorprendida, algunos toman fotografías con los celulares.

7. La hiperrealidad, cómo estas tortugas, nos viola, a través de gente que cree que sabe lo que hace: políticos, empresarios, religiosos, científicos y demás. Yo, simplemente, anoto.

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jueves, diciembre 06, 2007

Hay libros y libros

Leer un libro puede ser un intento fallido por comprender el mundo. Los libros son como puertas, cierto. Hay demasiadas puertas falsas. Y en el interior de algunas de ellas, solamente reside la hechicería de la identificación. Alguien penetra en un libro, se identifica con el personaje, se evade de sí mismo, se pierde, y en ese territorio el personaje solamente transita distracciones: así el libro se puede convertir en la patria de la nadería, de la superficialidad. Hay otros sí, profundos, penetrantes, filosos; es de advertir que no todos estamos preparados para sus escenarios, para sus geografías. Hay pues, libros y libros.

Pero, si en plena lectura del mundo, te recoges sobre tu propio cuerpo, y te quedas atento, observando, como el cazador que no se mueve, acechando cerca de la poza de agua, en medio de la selva salvaje, en algún momento, como surgido del sueño, verás aparecer uno que otro animal, ese mismo, sí, ese que tiene tu cara (en realidad, todos ellos tienen tu cara) y cuyos hechos son groseros y pedestres, entonces, aun independiente de tus actos, dispares o te quedes perplejo sin hacer más nada que observarlo, lo hostilices o lo dejes huir, lo caces o no lo caces, habrás conocido su modo, su manera de aproximarse y abrevar; y en seguida, si con la pieza a cuestas regresas a la aldea, podrás verificar que el sacrificio completado nos hace más libres y podemos mirar a todos a la cara.

Acaso este acto ayude en la comprensión del mundo.

Después de esto, a la mañana, el sol en levante, al medio día, el sol calcinando, a la tarde, el sol incendiando todo el planeta, y nosotros sentados, serenos, contemplando la maravilla, la mente en total silencio, no sabemos cómo, acaso suceda en un minúsculo instante, completemos esa comprensión.

Luego, regresamos al libro. Si el libro que leemos todavía nos ilumina, será un gran libro, habrá que guardarlo, aprenderlo de memoria. Y así, finalmente, deshacernos, para no llevar torpe carga, con plena conciencia, del resto de la biblioteca.


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lunes, diciembre 03, 2007

Todos los conversos son interesantes

Se cumple el sesquicentenario de Joseph Conrad.

Nacido Józef Teodor Konrad Korzeniowski, en la actual Berdichev (entonces Polonia, pero actualmente, Ucrania) e hijo de un noble polaco, Conrad adoptó en su adultez la lengua y la nacionalidad inglesas. Y es uno de los grandes escritores modernos en ese idioma.

Como no podía ser de otra manera, Jorge Luis Borges, amante de las letras inglesas, declara que el cuento (o novela, vaya uno a saber la precisión del género en este caso) “El Corazón de las Tinieblas” sea "acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado". Y, si no es así, al menos para quien lo lee, no deja de ser perturbador, quedando en la memoria el terrible pasaje en el que Krutz, personaje principal, grita "¡El horror! ¡El horror!", como últimas palabras, en medio de la selva, dejándonos ignorantes de lo que lo provoca, pues ya se sabe que no existe mayor horror que a lo desconocido. “Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación: ¡El horror! ¡El horror!”

A mí, Joseph Conrad, como me sucede con varios autores, me llega también fragmentario. ¡Internet, máquina monstruosa, maravilla inescrutable! En este mar, el barco cibernético, signo contemporáneo de todo navegante de la red, es quien me ha llevado hasta esta conmovedora pieza, que copio con admiración, como homenaje a su aniversario:

“Todos los conversos son interesantes. Los más de nosotros, si me perdonan el que traicione este secreto universal, nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a perdernos por el mal camino. ¿Y qué hemos hecho, en nuestro orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento discretamente, para seguir luego en la misma dirección de antes y esa senda tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que nunca, advertimos que no es sino el largo camino que lleva a la tumba.

El converso, el hombre capaz de gracia (hablo en sentido seglar) no es discreto; su orgullo es de otra clase. Abandona rápidamente la senda -el toque de gracia es casi siempre súbito- y orientándose en una nueva dirección incluso puede hacerse la ilusión de haberle vuelto la espalda a la misma Parca.

Conversos ha habido que, por su exquisita indiscreción, han ganado inmortalidad cierta. El ejemplo más ilustre, esa flor de la Caballería, don Quijote de la Mancha, sigue siendo para todo el mundo el único Hidalgo genuino y eterno. Como saben, el delicioso Caballero de España se convirtió a una fe imperativa en una misión tierna y sublime que lo alejó del hacer y de las costumbres propias del pequeño hidalgo provinciano. Luego sería apaleado, y con el tiempo hasta encerrado en jaula de madera por el Barbero y el Cura, apropiados ministros de un orden social justamente soliviantado. (...)”

Joseph Conrad, “Un vagabundo feliz”, 1910, Notas de vida y letras.


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