martes, enero 31, 2006

Despedida de casado

Vas entendiendo la realidad de los cambios de estado a medida que se transforman los objetos, digo, el velador –el del lado izquierdo y del lado derecho-, la mitad del ropero ahora vacío, la enorme libertad de la cama de dos plazas y media, la aparición del escritorio dentro del cuarto, de la computadora, del tango y de la voz de Adriana Varela dentro del cuarto. Y gracias a la transfiguración de los ritos del amanecer con la irrupción poderosa de nuestra única presencia, el abandono de los rincones para desplazarnos al centro, y también la natural sonrisa de cuando suena el teléfono y sabemos que es para nosotros la voz del afuera, llamando, llamando; pero ya no tienes prisa, y te tomarás el tiempo que requiere la navaja de afeitar mirándote la quijada extrañamente torcida por los golpes que dan los días. No hay nada más que hablar. Tendrás que hacer desayuno. No hay apuro, insisto, solamente aquel desequilibrio como cuando el carretón pierde una muesca de la rueda y va dando saltos lentos, aparatosos, sacudiendo la carga de un lado para el otro, mientras el carretero sabido monda un achachairú, qué fruta sabia, esperando que los bueyes –nobles y enteros- alcancen el bajío para reparar el desconcierto.

viernes, enero 27, 2006

Muerte de un lector desconocido

Que alguien, un desconocido lector, haya usado el libro que hemos escrito como uno de cabecera, leyéndolo noche a noche, sorbiéndonos el alma. Luego enterarnos que aquel singular lector ha muerto. Inquietos asistimos, en sueños, al velorio; sobre el libro han colocado una vela, todo arreglado al lado del féretro. La gente pasa para despedirlo; nadie, excepto nuestro fantasma, percibe la extraña presencia del libro.

lunes, enero 23, 2006

Héroe contemporáneo

A Rubén Canedo (in memoriam)

Quien ha renunciado al brillo. Aquel solitario lector de clásicos. Un reservado. El que presiente que se tenía el secreto y se lo ha perdido. Espíritu que sabe deslizarse en los acordes de una sinfonía formal encontrando su divino agujero. Este que lleva nombre de tribu. Receptor del mito. Este incógnito viajero necesario para comprender que la trascendencia es íntima y no requiere de la fama ni de otra musa que no sea la transparencia.

martes, enero 17, 2006

Escalera mecánica

Entonces el hombre dijo:

-¿Qué sueño es éste del que no despiertas, qué pesadilla, en qué rincones de fantasmales paredes te hallas perdido? ¿Y por qué mañana (imaginando que es vigilia) vendrá la memoria de esto como un libro interior, urgiéndonos a repetir los laberintos, haciéndonos aparecer de pronto en este salón interminable, geografía y prisión de los imaginarios; independiente de la muerte, sufrir la misma e infinita escalera mecánica del sueño?

Pero todo ese ruido despertó al niño cantando:

-¿Qué puede interesar si lo que me rodea son las balaustras de la cuna, qué si los otros son de sueño? La obra es mi palanca y yo con ella construyo mi juego. ¿No es acaso la sed más importante que el desierto?

jueves, enero 12, 2006

La lámpara y la cimitarra

-He esperado tanto este momento -dijo el genio. -Tres mil años en la lámpara alimentando la escena de infinitas fantasías, que ahora parece falso este estúpido acto tuyo de frotar, mío de salir por el mechero hecho un fantasma de humo. ¿Sabes tú, mortal, cuánto amo su interior? ¿Cada uno de sus cóncavos bordes, el pequeño agujero desde el que se vislumbra que aún existe la luz? He soñado matarte, la misma cantidad de veces que se repiten los sueños. Matarte con una muerte corriente, vulgar, como se aplastan los insectos: una leve presión del pie, un breve instante que la indiferencia se toma para eliminar ese estorbo que se mueve -al decir esto tomó su cimitarra, blandiendo el enorme acero de terribles filos en el aire.

-Gracias, esclavo -respondió el anciano. -¡Procede! Yo también debo ser de esta otra vieja lámpara liberado.

El golpe fue preciso y seco. Con una mano ágil, el anciano mató al moscardón que le zumbaba en la cara. Despierto ya por fin, se levantó y limpió la camisa sucia de la raíz del árbol bajo el que dormitaba; olvidándose, al mismo tiempo, el sueño de la lámpara y la cimitarra.

jueves, enero 05, 2006

Amar

Estaba cansado de que los escritores hablen sobre mujeres alimentadas con flores, de que los cantores hablaran de unicornios y de que mis amigos desenterraran algún poeta que amaba mujeres con extremidades de palmípedo, senos como magnolias y miradas de pronóstico reservado. Todo aquel universo de gastadas miradas oníricas me tenía totalmente agotado. Y aquellos que escribían sobre la corrosión de las manos y las caras de los ángeles que esperan, de los lastimados por los desencuentros y encuentros en el país de las maravillas que soñó Alicia. Con todos ellos andaba hastiado igual que una gaviota macho enterrada en una montaña de lolitas pariendo. Así que un día cerré los libros, dejé de visitar los blogs, ya no quise oír la orgía de frases que se entrecruzaban entre las publicidades morbosas del televisor y las revistas de vanidades, y busqué poseer la mirada, acaso inocente y con seguridad libre de la distorsión que producen los medios, de aquellos humanos de siglos desnudos. De modo que urdí un mecanismo para pensar linealmente, darle a las palabras el significado que debieron corresponderles siempre, olvidar que la luna también puede ser hoz y rayo y ojo y flama, o que el mar es un animal de cante jondo. Entonces supe que había regresado al principio, que en el principio era el verbo, que todo se reducía a una única, bisilábica palabra, aguda como corresponde, mortal como se ha demostrado, certera como el dolor de muelas, perfecta y yugular, dotada de las vocales más abiertas que ha creado la boca de los hombres, boca hecha para gritar y besar al mismo tiempo, boca hecha para devorar estrellas, tiempo, cuerpos, cuerpo del otro, dedos del otro, caverna amada del otro, ojos transparentes, piel como sonrisa, imposible nido del alma del otro.

miércoles, enero 04, 2006

El despertar

Ha sonado la alarma en el teléfono celular. Son las seis de la mañana. Abres y cierras el aparato para que vuelva a sonar dentro de ocho minutos. Mientras tanto colocas la almohada contra el respaldar de la cama de manera que te recuestas con la cabeza un poco más arriba, igual que en la noche cuando te pones a leer. Vuelve a sonar la alarma, resulta duro saber que ha pasado el tiempo. Te incorporas dificultosamente y te sientas al borde de la cama. Entonces como un rayo regresa la sensación de ser nuevamente el que hasta ayer, todo gracias a la memoria. Piensas: sin la memoria seríamos nadie. Este cuerpo, este quebradizo cuerpo que despierta es en realidad una carga que se lleva a cuestas: primero pesa, luego se da cuenta quien es. A continuación vendrá la ducha cotidiana y su bendición de agua, el desayuno frugal, el microbús haciéndonos trastabillar en cada sarteneja de las calles de nuestro barrio alejado, las innumerables cuadras para llegar al centro, la prisa al cruzar la avenida que separa la parada del microbús de la calle donde queda la oficina en la que trabajas, el policía de control haciéndote recuerdo que debes sellar la tarjeta de ingreso, y ese día a día monótono y regular del empleo que aún conservas gracias a Dios, pero que nunca sabes por cuánto tiempo más, por cuántos meses más, por cuántas semanas más. Derivando así como las moscas hasta que llega la noche, y más tarde sientes tu cuerpo tan cansado que no puedes leer más. Entonces, sonámbulo ya, te dedicas al ritual de colocar el despertador, apagar las luces y deslizarte cama adentro y, como si no percibieras tu soledad, duermes y sueñas sin tener la más mínima idea del despertar.
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