
Jaime Saenz, como los varios espíritus profundos que entraron a mi vida, me llegó ya en la tardía juventud, pues fue recién en 1988, en La Paz, que recibí un ejemplar de Felipe Delgado gracias a la generosidad de mi estimado Ramón Shulczewski; sabio ingeniero paceño que fue sustituyendo una inconmensurable biblioteca de libros apilados por todas partes, con un orden intelectual que solamente su cabeza de científico mantenía, por la mágica colección de volúmenes en hebreo cuyos signos guardan las palabras sagradas del pueblo judío.
El asunto es que, semejante obsequio, venido de quien venía, debía ser leído. Y acometí mi primera lectura de Felipe Delgado, pero también la primera de Jaime Saenz. Fracaso total: no pude pasar de las seis páginas. ¡Qué es este bodrio!, exclamé, y arrinconé la novela como quien no sabe qué hacer con ella.
Ya en 1993, en Cochabamba, en pleno tiempo del suplemento «El pabellón del vacío», que dirigíamos con Vilma Tapia y Álvaro Antezana, después de una lectura inicial de algunos poemas, Saenz fue para mí el comienzo de una revelación que no se produce. Así que abrí el cajón donde guardaba los libros que no quería leer, pero arrastraba conmigo en mis viajes migratorios como objetos a los cuales se tiene cariño no por ellos sino por el cómo llegaron a nosotros, y volví a intentar la lectura de Felipe Delgado. Me parece que, con esfuerzo sobrehumano –Borges nos habría llamado severamente la atención-, llegué al capítulo IV, lugar donde lo dejé con un señalador que el tiempo fue llenando de pelusas.
Pero la poesía, simiente de mis jornadas, me fue llevando a masticar con mayor cuidado el trabajo poético de Jaime Saenz, el mismo que se ve coronado por tres libros fundamentales para la estructura sanzeana: Recorrer esta distancia (1973), Bruckner y las Tinieblas (1978), y La noche (1984).
Gracias a aquellos libros sabemos que existe una distancia que nos separa de encontrarnos con nosotros mismos; mientras el mundo es algo atroz que debe ser soportado. Descubrimos con algo de delectación y asombro que para este poeta la obra más importante es el hombre mismo. Saenz propone, en última instancia, deshacer la obra literaria, si este acto va a hacer al hombre, o sea la verdadera obra. De esta manera, se nos revela desde el primer verso que de lo que se trata es de ir buscando atrapar lo que está más allá, lo que no se puede expresar, y que en el fondo es lo que tendría que darle sentido a la vida. Donde se supone que ese destino es una joya extraída de lo oscuro.
Es entonces la estética del deterioro que a su vez es parte de la maravilla del vivir. Toda esta obra poética saenzeana se puede vislumbrar, entonces, desde el poema «La Noche», que es su obra cumbre, representando un camino iniciático, el camino, tomado seguramente de los «Tratados Morales» de Séneca, de aprender a morir .
En ese estado de deslumbramiento, ya a la postre aquí, en Santa Cruz de la Sierra, allá por 1997, no pude menos que lanzarme por vez tercera a la lectura de Felipe Delgado. Pero en esta oportunidad, cual si se me hubiese entregado una llave mágica, vi cómo la novela se abría hacia un universo hecho de una profunda poesía. Vi su transformación, sentí como lo narrado desaparecía y en su lugar emergía sólido y total el poema llamado Felipe Delgado. He aquí una obra: una novela-poema. Un poema que se expresa en el cuerpo de una novela.
¿Cómo hablar de semejante texto? ¿Es posible reducirlo a una relación de la trama, que más que trama es un entramado donde una ciudad se esconde con su lenguaje señero, con sus oscuras pasiones, en cada parche del aparapita?
No es una afirmación leve el decir que Felipe Delgado es un extraordinario trabajo literario que merece un profundo estudio; sus infinitas visiones, sus intersticios, sus mágicas propuestas, en fin toda la honestidad que trasunta la obra de ese alto ser, el poeta Jaime Saenz, podría aproximarse con Felipe Delgado.
Así que, humildemente, me reduciré a nombrar uno de los lugares que mi lectura de entonces dejó señalados (aunque en esta obra no cabe señalar nada, subrayar nada, sino todo):
-¿Y usted llama?
-Yo también llamo. Cada cual tiene su maldición.
-¿Y por cuál medio usted llama?
-Yo llamo por medio de la carne.
-¿De la carne?
-Pero, ¿de qué clase de carne?
-De la carne. La carne de la mujer. La mujer.
-¿Y por qué?
-Por eso mismo. ¿Acaso no está usted viendo que la carne es mi maldición? Cada cual tiene su maldición, y por medio de esa maldición, cada cual llama, cada cual vive. Usted llama por el aguardiente, yo por la carne. Hay quienes llaman por medio de la comida; y esa maldición es terrible. Aparte de ocurrirles lo que llaman por medio de la comida, engordan sin querer y caen muertos de gordura, yo le diré. Entonces siguen engordando hasta cumplir un mes de muertos, y hacen estallar el cajón.
No sería vano entonces afirmar que la lectura de Felipe Delgado exige una iniciación, un proceso poético, para así alcanzar ese extraño estado de «júbilo» del que habla el mismo Saenz, al penetrar, ¡oh mágica sombra!, en Felipe Delgado, personaje de un mundo interior que al mismo tiempo vive ese mundo febril que lo rodea.