La distancia poética de los electrones
La poesía y la electrónica, dos mundos que a primera vista parecen distantes, comparten un territorio común: ambos se ocupan de la energía invisible que circula entre la oscuridad y la luz. En la poesía, esta energía es la chispa que se produce en el choque del buscador con la sombra: el poeta interroga lo inefable, se interna en la penumbra de la experiencia y, de pronto, encuentra el destello del asombro. La palabra, entonces, no es un mero vehículo de comunicación, sino un conductor de esa descarga que ilumina lo humano.
Ezra Pound, al erigir sus Cantos, se
comporta como un ingeniero que organiza un vasto circuito cultural: conecta la
tradición grecolatina con la poesía china, la economía con la historia,
generando resonancias que cruzan siglos. Antonio Porchia, en cambio, actúa como
un microingeniero: condensa en cada pálea[1]
una chispa única, una miniatura en la que la oscuridad se enfrenta con la
claridad del pensamiento. En ambos casos, la poesía se revela como un sistema
de canalización de energía: a veces monumental y arquitectónica, a veces
mínima y puntual, pero siempre orientada a despertar el asombro.
La electrónica, por su parte, no opera con
símbolos, sino con electrones. Y sin embargo, su lógica no es tan distinta. El
electrón se mantiene en la banda de valencia, atrapado en su estado
inicial. Para liberarse y generar corriente debe saltar a la banda de
conducción: un vacío, una oscuridad intermedia, debe ser atravesada. Ese
salto es la condición de posibilidad de todos los dispositivos que marcan la
vida contemporánea.
El diodo, al permitir el paso de la corriente
en un solo sentido, es metáfora de la dirección que el poema otorga a la
energía de la palabra. El transistor, capaz de amplificar una señal mínima,
recuerda las páleas de Porchia, donde una frase brevísima adquiere una potencia
universal. El LED transforma la corriente en luz visible, del mismo modo que el
verso, tras su choque con lo oscuro, se vuelve claridad compartida. Y la célula
solar, que convierte la radiación en electricidad, es análoga a la poesía que
convierte la experiencia bruta del mundo en energía espiritual y cultural.
Así, tanto en la poesía como en la
electrónica, se cumple un mismo misterio: la energía aparece cuando algo se
enfrenta a una resistencia, cuando debe atravesar un umbral. La oscuridad no es
la negación, sino el requisito. El asombro poético nace del choque con lo
indecible; la electricidad, del salto del electrón a un nivel superior. Pound y
Porchia, cada uno a su escala, lo intuyeron en sus obras: la palabra es un
conductor de lo invisible, un dispositivo que transforma lo opaco en
luminosidad.
La poesía, entonces, es una ingeniería del
espíritu, así como la electrónica es una poesía de la materia. Ambas trabajan
con el mismo secreto: que toda energía —sea verbal o eléctrica— es fruto del tránsito
entre oscuridad y claridad, y que solo a través de ese movimiento puede
encenderse el mundo.
[1] pálea
es un poema que se brinda como fragmento breve delimitado por falta de cierre,
que realiza la misma pluralidad de sentido, trasladando al lector a un espacio
poético donde se transforma en imagen, en poesía, convirtiendo la sucesión
temporal en momento puro, sin otra limitación formal que hacer parte de una
sola cláusula. (El misterioso libro de Antonio Porchia. Gary Daher, 2019.
Universidad de Barcelona).
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