Experiencia en iglesia cristiana con ojos laicos
Entre mis apuntes, encontré este texto que revela la experiencia vivida un día sábado 5 de octubre de 2002, de paso por el Estado de São Paulo en Brasil, visitando a Eduardo, un viejo amigo de la adolescencia, con quien soñamos locas aventuras juveniles y quien ahora se ha adscrito fervorosamente a uno de los cultos cristianos que, bastante populares, abundan en nuestras ciudades y campiñas.
Experiencia con la iglesia cristiana. El lugar estaba repleto. La gente llevaba consigo un libro de himnos. Cantaban o leían las letras de los cánticos por grupos. Alguien sugería a los de su alrededor ¿Les parece tal número?, refiriéndose a una de las canciones numeradas del libro de himnos. Y ellos asentían. Entonces se levantaban y leían. De repente el moderador de la congregación solicitaba a la orquesta que acompañase determinada antífona o alabanza, y, entonces, la flauta traversa, el piano, el saxofón, el violín, intentaban la melodía. La gente, en realidad todos los feligreses, entonaban los cantos. Siete, diez o doce estrofas que repetían sin cansarse; luego de la quinta o sexta repetición, callaban. Algunas personas se paraban de repente y decían las frases de los himnos que acaban de entonarse, las decían gritando, como si desearan con el grito confirmar la fe de lo que proclamaban. Los versos de los himnos son simples y repetitivos, generalmente laudatorios de Cristo, o proclamatorios de la aceptación de Jesús.
En un momento determinado mi amigo Eduardo, quien me había arrastrado hasta allá, me sugirió que yo también me parase cuando el grupo de mi alrededor lo hacía. Y lo hacía, quitándome los lentes contra la miopía para leer el libro de himnos que él abría muy gentilmente para mí. Pero singularmente no participaba, pues me hubiera sentido igualmente incómodo si lo hacía; así que prefería la incomodidad honesta y callaba.
El disertante era un chino que contaba a su vez con un traductor a su lado. En el mandarín el discurso me parecía misterioso, pero ya al transformarse al portugués era el análisis apasionado de un hombre, sin duda, sabio y convencido. Lo que más atrajo mi atención fue la mención de las tres almas: Voluntad, mente y emoción. Así como la lectura de la preparación del ungüento y del incienso, extraída del libro del Éxodo.
Una jovencita de rostro hermoso, ovalado y de ojos no muy grandes, cuerpo espigado, vestía una blusa negra y estaba sentada al otro lado, en los bancos de la derecha; una mujer prácticamente ciega leyendo su Biblia en pliegos con letras de dos centímetros de alto, un muchacho de 15 años apasionado, un mundo de gente cercándose a sí misma en el recinto de la iglesia cristiana.
Experiencia con la iglesia cristiana. El lugar estaba repleto. La gente llevaba consigo un libro de himnos. Cantaban o leían las letras de los cánticos por grupos. Alguien sugería a los de su alrededor ¿Les parece tal número?, refiriéndose a una de las canciones numeradas del libro de himnos. Y ellos asentían. Entonces se levantaban y leían. De repente el moderador de la congregación solicitaba a la orquesta que acompañase determinada antífona o alabanza, y, entonces, la flauta traversa, el piano, el saxofón, el violín, intentaban la melodía. La gente, en realidad todos los feligreses, entonaban los cantos. Siete, diez o doce estrofas que repetían sin cansarse; luego de la quinta o sexta repetición, callaban. Algunas personas se paraban de repente y decían las frases de los himnos que acaban de entonarse, las decían gritando, como si desearan con el grito confirmar la fe de lo que proclamaban. Los versos de los himnos son simples y repetitivos, generalmente laudatorios de Cristo, o proclamatorios de la aceptación de Jesús.
En un momento determinado mi amigo Eduardo, quien me había arrastrado hasta allá, me sugirió que yo también me parase cuando el grupo de mi alrededor lo hacía. Y lo hacía, quitándome los lentes contra la miopía para leer el libro de himnos que él abría muy gentilmente para mí. Pero singularmente no participaba, pues me hubiera sentido igualmente incómodo si lo hacía; así que prefería la incomodidad honesta y callaba.
El disertante era un chino que contaba a su vez con un traductor a su lado. En el mandarín el discurso me parecía misterioso, pero ya al transformarse al portugués era el análisis apasionado de un hombre, sin duda, sabio y convencido. Lo que más atrajo mi atención fue la mención de las tres almas: Voluntad, mente y emoción. Así como la lectura de la preparación del ungüento y del incienso, extraída del libro del Éxodo.
Una jovencita de rostro hermoso, ovalado y de ojos no muy grandes, cuerpo espigado, vestía una blusa negra y estaba sentada al otro lado, en los bancos de la derecha; una mujer prácticamente ciega leyendo su Biblia en pliegos con letras de dos centímetros de alto, un muchacho de 15 años apasionado, un mundo de gente cercándose a sí misma en el recinto de la iglesia cristiana.
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