Despedida de casado
Vas entendiendo la realidad de los cambios de estado a medida que se transforman los objetos, digo, el velador –el del lado izquierdo y del lado derecho-, la mitad del ropero ahora vacío, la enorme libertad de la cama de dos plazas y media, la aparición del escritorio dentro del cuarto, de la computadora, del tango y de la voz de Adriana Varela dentro del cuarto. Y gracias a la transfiguración de los ritos del amanecer con la irrupción poderosa de nuestra única presencia, el abandono de los rincones para desplazarnos al centro, y también la natural sonrisa de cuando suena el teléfono y sabemos que es para nosotros la voz del afuera, llamando, llamando; pero ya no tienes prisa, y te tomarás el tiempo que requiere la navaja de afeitar mirándote la quijada extrañamente torcida por los golpes que dan los días. No hay nada más que hablar. Tendrás que hacer desayuno. No hay apuro, insisto, solamente aquel desequilibrio como cuando el carretón pierde una muesca de la rueda y va dando saltos lentos, aparatosos, sacudiendo la carga de un lado para el otro, mientras el carretero sabido monda un achachairú, qué fruta sabia, esperando que los bueyes –nobles y enteros- alcancen el bajío para reparar el desconcierto.
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