viernes, julio 28, 2006
miércoles, julio 26, 2006
Realidad virtual

La pregunta es ¿a dónde?
jueves, julio 20, 2006
Experiencia en iglesia cristiana con ojos laicos
Experiencia con la iglesia cristiana. El lugar estaba repleto. La gente llevaba consigo un libro de himnos. Cantaban o leían las letras de los cánticos por grupos. Alguien sugería a los de su alrededor ¿Les parece tal número?, refiriéndose a una de las canciones numeradas del libro de himnos. Y ellos asentían. Entonces se levantaban y leían. De repente el moderador de la congregación solicitaba a la orquesta que acompañase determinada antífona o alabanza, y, entonces, la flauta traversa, el piano, el saxofón, el violín, intentaban la melodía. La gente, en realidad todos los feligreses, entonaban los cantos. Siete, diez o doce estrofas que repetían sin cansarse; luego de la quinta o sexta repetición, callaban. Algunas personas se paraban de repente y decían las frases de los himnos que acaban de entonarse, las decían gritando, como si desearan con el grito confirmar la fe de lo que proclamaban. Los versos de los himnos son simples y repetitivos, generalmente laudatorios de Cristo, o proclamatorios de la aceptación de Jesús.
En un momento determinado mi amigo Eduardo, quien me había arrastrado hasta allá, me sugirió que yo también me parase cuando el grupo de mi alrededor lo hacía. Y lo hacía, quitándome los lentes contra la miopía para leer el libro de himnos que él abría muy gentilmente para mí. Pero singularmente no participaba, pues me hubiera sentido igualmente incómodo si lo hacía; así que prefería la incomodidad honesta y callaba.
El disertante era un chino que contaba a su vez con un traductor a su lado. En el mandarín el discurso me parecía misterioso, pero ya al transformarse al portugués era el análisis apasionado de un hombre, sin duda, sabio y convencido. Lo que más atrajo mi atención fue la mención de las tres almas: Voluntad, mente y emoción. Así como la lectura de la preparación del ungüento y del incienso, extraída del libro del Éxodo.
Una jovencita de rostro hermoso, ovalado y de ojos no muy grandes, cuerpo espigado, vestía una blusa negra y estaba sentada al otro lado, en los bancos de la derecha; una mujer prácticamente ciega leyendo su Biblia en pliegos con letras de dos centímetros de alto, un muchacho de 15 años apasionado, un mundo de gente cercándose a sí misma en el recinto de la iglesia cristiana.
miércoles, julio 12, 2006
Lúcida peregrinación
Yo fui un niño delgado y frágil. A los pocos meses de nacido, sucedió que a mi padre lo becaron para estudiar en la Argentina, así que me llevaron a Buenos Aires y al volver, ya con cuatro años, el olor de la comida boliviana me producía nauseas, había un rechazo físico, una rebelión de mi cuerpo ante lo que para mí era todavía ajeno, aunque fuese el lado entrañable de mi alma, tan rico, peculiar y desconocido. Este incidente trajo sus secuelas, me negaba a ingerir alimentos, de modo que la anemia se había instalado en mí. Fui enfermizo hasta mis trece años, pero las estadías en cama que, a mis siete, duraban quince días sí y quince días no, fueron reduciéndose a ciclos cada vez menores a medida que iba acercándome a la adolescencia.
También el monte. La selva pedregosa de la chiquitania. Roboré con su río, los saltos de agua, que allí llaman chorros, y el tren que pasa con su cintura de hierro rumbo al Brasil. Esa humedad y los bosques de mandarina, con sus frutas y las mieles negras hicieron la sanación. Mientras tanto, yo vivía en el delirio. Las fiebres ocupaban un gran espacio de tiempo, y sentir mi piel ardiendo era ya una costumbre que no me sorprendía y que el agua alivia
ba, cuando sumergido hasta que los pulmones estén a punto de reventar, me extasiaba mirando la múltiple coloración de la piedras del fondo del río, del río mágicamente limpio, claro, como un paraíso amplificado. Mirar bajo el agua es escudriñar el mundo asombroso donde los sueños se han hecho físicos.
En medio de ese escenario estaban todos los bultos, los fantasmas, los seres que moran entre la alucinación y la vigilia, el carretero y su carretón de la otra vida, la viudita, el negrito suicida que se había ahorcado –nunca supe de dónde iba suspendido- en el teatro de la V División de Ejército, y el cementerio de los aparatos usados en la Guerra del Chaco, los yip willis, camiones, armas, metralletas, cañones, todo oxidado, inundado por alimañas y hiervas hostiles. El duende rubio que espiaba desde el techo de la casa deshabitada en la esquina del condominio de los militares y los personajes del cine Roxy que, junto con lo espectadores, a las once de la noche, momentos antes de que se corte la luz eléctrica en el pueblo, cruzaban la plaza, es decir, cerca de mi dormitorio, silbando la canción “Dile que la quiero”, de la más impactante película de terror de mi niñez.
Desde entonces sé que el sueño, los delirios, la fiebre y el blanco y evidente día moran todos en uno. Y de esa manera sé que todas las puertas están abiertas. Desde ese entonces, sé que la vida no es un sueño, sino una lúcida peregrinación por un mundo precario y, por eso mismo, maravilloso.
También el monte. La selva pedregosa de la chiquitania. Roboré con su río, los saltos de agua, que allí llaman chorros, y el tren que pasa con su cintura de hierro rumbo al Brasil. Esa humedad y los bosques de mandarina, con sus frutas y las mieles negras hicieron la sanación. Mientras tanto, yo vivía en el delirio. Las fiebres ocupaban un gran espacio de tiempo, y sentir mi piel ardiendo era ya una costumbre que no me sorprendía y que el agua alivia
En medio de ese escenario estaban todos los bultos, los fantasmas, los seres que moran entre la alucinación y la vigilia, el carretero y su carretón de la otra vida, la viudita, el negrito suicida que se había ahorcado –nunca supe de dónde iba suspendido- en el teatro de la V División de Ejército, y el cementerio de los aparatos usados en la Guerra del Chaco, los yip willis, camiones, armas, metralletas, cañones, todo oxidado, inundado por alimañas y hiervas hostiles. El duende rubio que espiaba desde el techo de la casa deshabitada en la esquina del condominio de los militares y los personajes del cine Roxy que, junto con lo espectadores, a las once de la noche, momentos antes de que se corte la luz eléctrica en el pueblo, cruzaban la plaza, es decir, cerca de mi dormitorio, silbando la canción “Dile que la quiero”, de la más impactante película de terror de mi niñez.
Desde entonces sé que el sueño, los delirios, la fiebre y el blanco y evidente día moran todos en uno. Y de esa manera sé que todas las puertas están abiertas. Desde ese entonces, sé que la vida no es un sueño, sino una lúcida peregrinación por un mundo precario y, por eso mismo, maravilloso.
viernes, julio 07, 2006
Trayecto
