La Pasión del lenguaje
La Pasión del Lenguaje
Mauricio Peña Davidson
Editorial Universitaria
Santa Cruz, 2005
Si en alguna profecía nos complaceríamos creer sería en aquella cuyos papiros, pulidos noche tras noche por la piedra pómez de la imaginación, retraten en su cuerpo las urdidas ficciones que sobre personajes futuros, intensos y de una vitalidad sobrecogedora, ha dejado la literatura. Mucho más cuando esta premonición se cumple. No es otro el caso de Jorge Luis Borges que a nuestro parecer ha sido presentido en las páginas de la novela El juego de Abalorios de Hermann Hesse, a semejanza de su personaje principal el Magister ludi, o maestro del juego.
En aquella obra fantástica, Magister ludi, o maestro del juego, es el tratamiento que se le brinda al más elevado ejecutor del juego de abalorios, que no sería otro que el concierto de la sabiduría, irónicamente representada por sus elementos como abalorios, o cuentas de vidrio, una suerte de extraordinaria bisutería, piezas sin consideración económica, tal y como la sociedad las considera. Este concierto sería el resultado de la conjunción del enorme material de valores espirituales de la humanidad, conocimientos elevados, conceptos, el esfuerzo creativo del arte y su contemplación fructificada en ideas; de forma tal que son utilizados por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por su organista; este órgano –nos dice Hesse- es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo(1). Y es éste el contexto que nos ubica cuando hablamos de Jorge Luis Borges, Magister ludi. Un creador capaz de asombrarnos con su particular habilidad para dibujar –en base a la cultura de occidente- un modo de leer y un modo de mirar. Es decir, hacer una obra cuyas armonías están construidas con los elementos de la cultura elaborada durante la historia de la literatura de occidente, que no es más que el testimonio de su cultura. Si esto ha sido posible, la magia ya está planteada. El mago, el maestro del juego, nos enamora en cada uno de sus rostros: narrador, ensayista, conferencista, traductor, trovador, bardo, poeta.
Esta manera de hacer literatura no es otra que la del buen leer. Borges es, por antonomasia, el maestro de lecturas, con tales mayúsculas que la suya nos ha modificado la propia. En consecuencia, el hombre del siglo XXI no podrá realizar el acto del buen leer sin recurrir a la cualidad borgesiana. ¿Y cuál es el la cualidad borgesiana de leer?
Mientras que, como dijo Ben Johnson, la curva del discurso se dirige de Homero a Virgilio, de Virgilio a Dante, de Dante a Milton, Klopstock, Joyce y la retrospectiva explícita de los cantos, advertimos a esa columna madre de las líneas que hacen al árbol de la literatura occidental. George Steiner anota que ha habido quince Orestíadas y una docena de Antígonas en el arte dramático y la ópera del siglo XX. Arquíloco señala a Horacio, Horacio a Johnson, Johnson a Dryden y Landor, Landor a Robert Graves, o como en una rama local anotaríamos Horacio a Tamayo, Tamayo a Jorge Suárez, Tamayo a Oscar Cerruto. Estos elementos de tradición y limitación tienen la esencia de una visión clásica del mundo. Si la literatura occidental —de Homero y Ovidio al Ulises, e inclusive a las eruditas monografías de los cantos de Pound — ha sido tan ampliamente referencial (cada obra importante reflejando lo que ha sucedido antes y dirigiendo la luz sólo un poco fuera de un foco dado y no más), la lectura borgesiana ha roto con ese modo, los textos de Borges se pasean por toda la literatura construyendo ensayos verticales, discretos y vertiginosos de lectura. Haciendo del discurso una ficción adicional, lleno del espíritu humano, humor y metafísica de todos los tiempos, que ya no podemos eludir.
Este Magister ludi, fundador de la más alta escuela de lectura, deviene luz de esperanza para las futuras generaciones, en la medida en que la orfandad de los maestros de lecturas ha dejado a nuestras sociedades inmersas en un oscurantismo lleno de la innumerable cantidad de textos editados, la variedad maniática de películas de cine de todas las formas, la acosadora vorágine de imágenes de la televisión, las revistas para hojear, los folletines cotidianos, el centelleo de los sitios de la Internet, que hacen de agujero negro donde la mirada inexperta se pierde y no consigue interpretar; por lo que, dominado por los eslóganes, el hombre contemporáneo sucumbe y se deja arrastrar por las llamadas que, de aquí y de allá, lo manipulan sin descanso hacia un futuro que es la patria de la inseguridad.
Esta escuela de lectura tiene, en diversos sitios del planeta, ya sus oficiantes, borgesianos, sin duda, capaces de, como su maestro, entregar ese dedicado amor por la cultura a sus conciudadanos. Mauricio Peña Davidson es, para fortuna nuestra, el más prominente de aquellos en nuestro medio. Su erudición, su memoria, sus maneras de mesa, pero principalmente su pasión por la cultura, nos atraen y nos llevan hasta los insospechados lugares donde los valores estéticos atisban, en la tensión de una revelación no revelada, detrás de un discurso fragmentario hecho de frases, versos y párrafos orales, llave seductora de los mejores sitios de la literatura, libros y autores de su canon personal.
Y en la culminación de ese ejercicio, de esa maestría, Mauricio Peña ha querido dejarnos un testimonio que ha denominado, no de manera casual, La pasión del lenguaje; con una aclaración que dice Aproximaciones a la poesía de Jorge Luis Borges, como no podía ser de otra manera, fundando la escuela.
Este libro tiene una enorme importancia en la medida en que su autor, lejos de la palabra enrevesada cuyo cultismo en lugar de dar brillo espanta, nos enamora y nos fascina. Para cualquiera que desee conocer la poesía de Borges, para aquél que quiere acercarse a la poesía en general, para el que ya vive adentro de esa maravilla, para los jóvenes y para los hombres experimentados, para todos, éste viene a ser no solamente una deliciosa experiencia, sino la mano que lleva hasta el territorio del verso, donde los hombres tienen la posibilidad de encontrarse con la belleza, para vivir un momento de dicha que no se los dará nadie, sino ellos mismos: la lectura de poesía.
Mauricio Peña nos dice que en el mundo poético de Borges la vida es metáfora del sueño y el sueño lo es de la muerte, sin embargo nos hace notar que ése es solamente un esfuerzo literario por encontrar un consuelo que, según Peña Davidson, el propio Borges disolverá con la dramática declaración que anula esos mundos para dejarlos tan sólo como fantasía: El mundo desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Otra de las preocupaciones del libro es la llamada enumeración caótica, no como técnica literaria, sino como cifra del universo, y para que conozcamos la opinión del propio Borges, cita el poema “Alguien sueña” que dice: Ha soñado la enumeración que los tratadistas llaman caótica, y que de hecho es cósmica, ya que todas las cosas están unidas por vínculos secretos. Esta declaración borgesiana que raya con la magia, desconcierta a Peña, para quien el autor es más bien un escéptico. Pero… ¿Qué poeta se negará a creer? ¿No hay en la poesía el encantamiento de la fe en una verdad que aunque desconocida parecería acechar en la belleza?
El Borges de Mauricio Peña es un poeta que juega con el lector, pero un juego que es capaz de ciertas venganzas poéticas, de construcciones teologales, de interpretaciones místicas de la realidad. Acaso para descanso del asombrado lector exista precisamente este poema, “Alguien sueña” que pertenece al libro “Los conjurados”, numerado y listado en sus dos versiones, la de 1984 y la de 1985, en “Borges corrige a Borges”, capítulo x del trabajo que nos ocupa. Allí el autor, no sin razón, afirma que Borges nos deja un testamento de lo que fue su quehacer poético, después de -como ilustrativamente nos demuestra, señalando cambios, inclusiones, traslados y eliminaciones- haberlo trabajado intensamente para modificarlo y lograr el discurso definitivo.
En el libro se cita que la literatura es también una forma de alegría. Esta declaración estaría íntimamente ligada con la claridad, pero de tal forma que la claridad debe llevar consigo la profundidad, exigiendo cada autor, de su lector, un bagaje para aproximarse. Y esto ocurriría en el modo que Javier Marías, un escritor que podemos considerar ya como de la generación heredera de Borges, nos dice, “no se trata de pensar en la literatura sino pensar literariamente en otras cosas”. Así Dante, Virgilio, Homero, Shakespeare, Cervantes y Platón, a los que Borges habría siempre regresado. Más allá de esa pléyade –la casa no olvida-, Mauricio Peña no puede dejar de nombrar a dos poetas bolivianos, Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo; al primero Jorge Luis Borges lo tuvo siempre presente, más allá aún de lo que hasta hoy la crítica ha podido percibir, del segundo dijo jamás haberlo leído, a pesar de las impresionantes coincidencias que el autor asegura haber encontrado entre ambos.
Pero, capitalmente, este trabajo se dedica a señalar, en primer lugar, que el mejor Borges es el poeta, que en su poesía estaría cifrada la excelencia de su producción literaria, en segundo lugar, que la poesía de Borges seguiría el dictamen de que casi no existe poesía de la felicidad, cerrando el ensayo con los siguientes versos, que lo definirían:
Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta.
El volumen trae consigo un anexo con los comentarios que varios escritores ensayan sobre Borges, para mostrarnos el contexto en que universalmente se recibe la obra de este coloso de las letras del siglo XX. Construido así, La pasión del lenguaje se convierte en un importante aporte, no solamente a las letras bolivianas, sino al estudio global que este tremendo escritor ha concitado en todas partes del mundo.
Borgesianamente, Mauricio Peña Davidson juega a imaginar que los libros son sueños hechos para que los demás sueñen. Este libro no estaría libre de dicha sentencia, por lo que también pertenecería a esa biblioteca onírica, donde nosotros, los lectores, tomaremos vestimenta fantasmal para abrevar en sus páginas la voz de Borges; y entonces comprobar, después de leer La pasión del lenguaje, que sus páginas nos incitan a aproximarnos a la obra del gran poeta con renovada emoción, mientras nos damos cuenta que, gracias a Mauricio Peña, queremos mucho más –si ese verbo es posible entre el autor y sus lectores- a Jorge Luis Borges.
Gary Daher
(1) El juego de abalorios, Hermann Hesse, 4ta edición, Santiago Rueda – Editor, Buenos Aires 1967
Mauricio Peña Davidson
Editorial Universitaria
Santa Cruz, 2005
El juego de abalorios es, por lo tanto, un juego con
todos los contenidos y valores de nuestra cultura;
juega con ellos como tal vez, en las épocas
florecientes de las artes, un pintor pudo haber
jugado con los colores de su paleta.
El juego de abalorios
Hermann Hesse
todos los contenidos y valores de nuestra cultura;
juega con ellos como tal vez, en las épocas
florecientes de las artes, un pintor pudo haber
jugado con los colores de su paleta.
El juego de abalorios
Hermann Hesse
Si en alguna profecía nos complaceríamos creer sería en aquella cuyos papiros, pulidos noche tras noche por la piedra pómez de la imaginación, retraten en su cuerpo las urdidas ficciones que sobre personajes futuros, intensos y de una vitalidad sobrecogedora, ha dejado la literatura. Mucho más cuando esta premonición se cumple. No es otro el caso de Jorge Luis Borges que a nuestro parecer ha sido presentido en las páginas de la novela El juego de Abalorios de Hermann Hesse, a semejanza de su personaje principal el Magister ludi, o maestro del juego.
En aquella obra fantástica, Magister ludi, o maestro del juego, es el tratamiento que se le brinda al más elevado ejecutor del juego de abalorios, que no sería otro que el concierto de la sabiduría, irónicamente representada por sus elementos como abalorios, o cuentas de vidrio, una suerte de extraordinaria bisutería, piezas sin consideración económica, tal y como la sociedad las considera. Este concierto sería el resultado de la conjunción del enorme material de valores espirituales de la humanidad, conocimientos elevados, conceptos, el esfuerzo creativo del arte y su contemplación fructificada en ideas; de forma tal que son utilizados por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por su organista; este órgano –nos dice Hesse- es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo(1). Y es éste el contexto que nos ubica cuando hablamos de Jorge Luis Borges, Magister ludi. Un creador capaz de asombrarnos con su particular habilidad para dibujar –en base a la cultura de occidente- un modo de leer y un modo de mirar. Es decir, hacer una obra cuyas armonías están construidas con los elementos de la cultura elaborada durante la historia de la literatura de occidente, que no es más que el testimonio de su cultura. Si esto ha sido posible, la magia ya está planteada. El mago, el maestro del juego, nos enamora en cada uno de sus rostros: narrador, ensayista, conferencista, traductor, trovador, bardo, poeta.
Esta manera de hacer literatura no es otra que la del buen leer. Borges es, por antonomasia, el maestro de lecturas, con tales mayúsculas que la suya nos ha modificado la propia. En consecuencia, el hombre del siglo XXI no podrá realizar el acto del buen leer sin recurrir a la cualidad borgesiana. ¿Y cuál es el la cualidad borgesiana de leer?
Mientras que, como dijo Ben Johnson, la curva del discurso se dirige de Homero a Virgilio, de Virgilio a Dante, de Dante a Milton, Klopstock, Joyce y la retrospectiva explícita de los cantos, advertimos a esa columna madre de las líneas que hacen al árbol de la literatura occidental. George Steiner anota que ha habido quince Orestíadas y una docena de Antígonas en el arte dramático y la ópera del siglo XX. Arquíloco señala a Horacio, Horacio a Johnson, Johnson a Dryden y Landor, Landor a Robert Graves, o como en una rama local anotaríamos Horacio a Tamayo, Tamayo a Jorge Suárez, Tamayo a Oscar Cerruto. Estos elementos de tradición y limitación tienen la esencia de una visión clásica del mundo. Si la literatura occidental —de Homero y Ovidio al Ulises, e inclusive a las eruditas monografías de los cantos de Pound — ha sido tan ampliamente referencial (cada obra importante reflejando lo que ha sucedido antes y dirigiendo la luz sólo un poco fuera de un foco dado y no más), la lectura borgesiana ha roto con ese modo, los textos de Borges se pasean por toda la literatura construyendo ensayos verticales, discretos y vertiginosos de lectura. Haciendo del discurso una ficción adicional, lleno del espíritu humano, humor y metafísica de todos los tiempos, que ya no podemos eludir.
Este Magister ludi, fundador de la más alta escuela de lectura, deviene luz de esperanza para las futuras generaciones, en la medida en que la orfandad de los maestros de lecturas ha dejado a nuestras sociedades inmersas en un oscurantismo lleno de la innumerable cantidad de textos editados, la variedad maniática de películas de cine de todas las formas, la acosadora vorágine de imágenes de la televisión, las revistas para hojear, los folletines cotidianos, el centelleo de los sitios de la Internet, que hacen de agujero negro donde la mirada inexperta se pierde y no consigue interpretar; por lo que, dominado por los eslóganes, el hombre contemporáneo sucumbe y se deja arrastrar por las llamadas que, de aquí y de allá, lo manipulan sin descanso hacia un futuro que es la patria de la inseguridad.
Esta escuela de lectura tiene, en diversos sitios del planeta, ya sus oficiantes, borgesianos, sin duda, capaces de, como su maestro, entregar ese dedicado amor por la cultura a sus conciudadanos. Mauricio Peña Davidson es, para fortuna nuestra, el más prominente de aquellos en nuestro medio. Su erudición, su memoria, sus maneras de mesa, pero principalmente su pasión por la cultura, nos atraen y nos llevan hasta los insospechados lugares donde los valores estéticos atisban, en la tensión de una revelación no revelada, detrás de un discurso fragmentario hecho de frases, versos y párrafos orales, llave seductora de los mejores sitios de la literatura, libros y autores de su canon personal.
Y en la culminación de ese ejercicio, de esa maestría, Mauricio Peña ha querido dejarnos un testimonio que ha denominado, no de manera casual, La pasión del lenguaje; con una aclaración que dice Aproximaciones a la poesía de Jorge Luis Borges, como no podía ser de otra manera, fundando la escuela.
Este libro tiene una enorme importancia en la medida en que su autor, lejos de la palabra enrevesada cuyo cultismo en lugar de dar brillo espanta, nos enamora y nos fascina. Para cualquiera que desee conocer la poesía de Borges, para aquél que quiere acercarse a la poesía en general, para el que ya vive adentro de esa maravilla, para los jóvenes y para los hombres experimentados, para todos, éste viene a ser no solamente una deliciosa experiencia, sino la mano que lleva hasta el territorio del verso, donde los hombres tienen la posibilidad de encontrarse con la belleza, para vivir un momento de dicha que no se los dará nadie, sino ellos mismos: la lectura de poesía.
Mauricio Peña nos dice que en el mundo poético de Borges la vida es metáfora del sueño y el sueño lo es de la muerte, sin embargo nos hace notar que ése es solamente un esfuerzo literario por encontrar un consuelo que, según Peña Davidson, el propio Borges disolverá con la dramática declaración que anula esos mundos para dejarlos tan sólo como fantasía: El mundo desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Otra de las preocupaciones del libro es la llamada enumeración caótica, no como técnica literaria, sino como cifra del universo, y para que conozcamos la opinión del propio Borges, cita el poema “Alguien sueña” que dice: Ha soñado la enumeración que los tratadistas llaman caótica, y que de hecho es cósmica, ya que todas las cosas están unidas por vínculos secretos. Esta declaración borgesiana que raya con la magia, desconcierta a Peña, para quien el autor es más bien un escéptico. Pero… ¿Qué poeta se negará a creer? ¿No hay en la poesía el encantamiento de la fe en una verdad que aunque desconocida parecería acechar en la belleza?
El Borges de Mauricio Peña es un poeta que juega con el lector, pero un juego que es capaz de ciertas venganzas poéticas, de construcciones teologales, de interpretaciones místicas de la realidad. Acaso para descanso del asombrado lector exista precisamente este poema, “Alguien sueña” que pertenece al libro “Los conjurados”, numerado y listado en sus dos versiones, la de 1984 y la de 1985, en “Borges corrige a Borges”, capítulo x del trabajo que nos ocupa. Allí el autor, no sin razón, afirma que Borges nos deja un testamento de lo que fue su quehacer poético, después de -como ilustrativamente nos demuestra, señalando cambios, inclusiones, traslados y eliminaciones- haberlo trabajado intensamente para modificarlo y lograr el discurso definitivo.
En el libro se cita que la literatura es también una forma de alegría. Esta declaración estaría íntimamente ligada con la claridad, pero de tal forma que la claridad debe llevar consigo la profundidad, exigiendo cada autor, de su lector, un bagaje para aproximarse. Y esto ocurriría en el modo que Javier Marías, un escritor que podemos considerar ya como de la generación heredera de Borges, nos dice, “no se trata de pensar en la literatura sino pensar literariamente en otras cosas”. Así Dante, Virgilio, Homero, Shakespeare, Cervantes y Platón, a los que Borges habría siempre regresado. Más allá de esa pléyade –la casa no olvida-, Mauricio Peña no puede dejar de nombrar a dos poetas bolivianos, Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo; al primero Jorge Luis Borges lo tuvo siempre presente, más allá aún de lo que hasta hoy la crítica ha podido percibir, del segundo dijo jamás haberlo leído, a pesar de las impresionantes coincidencias que el autor asegura haber encontrado entre ambos.
Pero, capitalmente, este trabajo se dedica a señalar, en primer lugar, que el mejor Borges es el poeta, que en su poesía estaría cifrada la excelencia de su producción literaria, en segundo lugar, que la poesía de Borges seguiría el dictamen de que casi no existe poesía de la felicidad, cerrando el ensayo con los siguientes versos, que lo definirían:
Debo justificar lo que me hiere.
No importa mi ventura o mi desventura.
Soy el poeta.
El volumen trae consigo un anexo con los comentarios que varios escritores ensayan sobre Borges, para mostrarnos el contexto en que universalmente se recibe la obra de este coloso de las letras del siglo XX. Construido así, La pasión del lenguaje se convierte en un importante aporte, no solamente a las letras bolivianas, sino al estudio global que este tremendo escritor ha concitado en todas partes del mundo.
Borgesianamente, Mauricio Peña Davidson juega a imaginar que los libros son sueños hechos para que los demás sueñen. Este libro no estaría libre de dicha sentencia, por lo que también pertenecería a esa biblioteca onírica, donde nosotros, los lectores, tomaremos vestimenta fantasmal para abrevar en sus páginas la voz de Borges; y entonces comprobar, después de leer La pasión del lenguaje, que sus páginas nos incitan a aproximarnos a la obra del gran poeta con renovada emoción, mientras nos damos cuenta que, gracias a Mauricio Peña, queremos mucho más –si ese verbo es posible entre el autor y sus lectores- a Jorge Luis Borges.
Gary Daher
(1) El juego de abalorios, Hermann Hesse, 4ta edición, Santiago Rueda – Editor, Buenos Aires 1967
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