La batalla de Ragnarok
Pienso en la batalla de Ragnarok, en Lif y Liftharsir, libres de las ramas del Árbol del Mundo, repoblando la tierra de rosadas criaturas.
La batalla de Ragnarok es un evento mítico. Un espacio destinado al triunfo del desconcierto: El mundo y los dioses condenados a la destrucción. Nadie puede vislumbrar los terribles inviernos que uno tras otro desolarán la tierra. Ni la espantosa guerra universal que con su viento de infiernos resolverá las ataduras de Loke, dios del engaño, de la mentira y del caos, y de Fenris, su turbio hijo lobo.
No es que no lo crea, es que no puedo imaginar a ese injerto de Angerboda, la enorme princesa, premonitora de daños, devorando de un golpe toda la luz del encumbrado sol (será por ventura un viento de ceniza, una humareda pertinaz), tampoco la muerte de Odín –quién puede soñar la muerte de alguien cuya forma se desconoce y cuyo oído es veterano para entender a los cuervos, metáfora de los poetas y de las gentes exaltadas que levantan himnos y las kenningar.
También se ha oído decir que surgirá, en medio de la batalla, Thor, el del palacio de las 450 habitaciones, levantando su violento e implacable mazo para aplastar a la Serpiente del Mundo. La fornicaria quedará vencida, pero también Thor, que se revolcará y sucumbirá en la oscura muerte emponzoñado por su ya conocido apetitoso y urticante veneno. Ninguno de los dioses conocidos quedará en pie luego de la batalla.
En el final del fragor se verá a Surt –eso dicen- guardián de los fuegos de Muspell desde el inicio del tiempo, y liberando las sagradas llamas destruirá el mundo. El fuego purifica. El fuego vence. Destruido el mundo –asaz degenerado, asaz perverso- surgirá lo nuevo. Sobrevivirán los hijos. De Odín, Vidar y Vali, de Thor, Modi y Magni, mientras que los olvidados dioses Balder, dios de la luz y de la verdad y el ciego Hod volverán a la vida. Ellos se sentarán en la nueva tierra y hablarán del mundo pasado; en la hierba encontrarán las piezas del ajedrez de oro de los dioses. Yo los adivino jugando su severo juego, para que los descendientes de Lif pueblen los días y las noches. Todo esto en el tiempo cuando el dorado caballo se coma a la torre, mientras el oscuro peón alcance la orilla y se corone pleno.
La batalla de Ragnarok es un evento mítico. Un espacio destinado al triunfo del desconcierto: El mundo y los dioses condenados a la destrucción. Nadie puede vislumbrar los terribles inviernos que uno tras otro desolarán la tierra. Ni la espantosa guerra universal que con su viento de infiernos resolverá las ataduras de Loke, dios del engaño, de la mentira y del caos, y de Fenris, su turbio hijo lobo.
No es que no lo crea, es que no puedo imaginar a ese injerto de Angerboda, la enorme princesa, premonitora de daños, devorando de un golpe toda la luz del encumbrado sol (será por ventura un viento de ceniza, una humareda pertinaz), tampoco la muerte de Odín –quién puede soñar la muerte de alguien cuya forma se desconoce y cuyo oído es veterano para entender a los cuervos, metáfora de los poetas y de las gentes exaltadas que levantan himnos y las kenningar.
También se ha oído decir que surgirá, en medio de la batalla, Thor, el del palacio de las 450 habitaciones, levantando su violento e implacable mazo para aplastar a la Serpiente del Mundo. La fornicaria quedará vencida, pero también Thor, que se revolcará y sucumbirá en la oscura muerte emponzoñado por su ya conocido apetitoso y urticante veneno. Ninguno de los dioses conocidos quedará en pie luego de la batalla.
En el final del fragor se verá a Surt –eso dicen- guardián de los fuegos de Muspell desde el inicio del tiempo, y liberando las sagradas llamas destruirá el mundo. El fuego purifica. El fuego vence. Destruido el mundo –asaz degenerado, asaz perverso- surgirá lo nuevo. Sobrevivirán los hijos. De Odín, Vidar y Vali, de Thor, Modi y Magni, mientras que los olvidados dioses Balder, dios de la luz y de la verdad y el ciego Hod volverán a la vida. Ellos se sentarán en la nueva tierra y hablarán del mundo pasado; en la hierba encontrarán las piezas del ajedrez de oro de los dioses. Yo los adivino jugando su severo juego, para que los descendientes de Lif pueblen los días y las noches. Todo esto en el tiempo cuando el dorado caballo se coma a la torre, mientras el oscuro peón alcance la orilla y se corone pleno.
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