Perseo Moderno
En mi cámara digital se han registrado fotografías del cerdo que me habita.
Es algo de espantar esa figura. Retratos parciales de sus obsesiones. En cada uno se muestra el estercolero y el dibujo más representativo de su cara.
Tiene un color carne que todos conocen. Y en alguna toma, la luz amarilla de la habitación hace que las protuberancias se vean grotescas. Es muy difícil soportar esas sorprendentes reproducciones.
Las he borrado una por una a través del menú, pero son de tan fuerte impresión que todavía las veo moldeadas y nítidas en la pantalla de mi mente.
El cerdo que me habita vive rondando la alcoba. Así que permanezco atento para que no la invada. Pero si un día me descuido –día aciago, día negro- me echa y se apodera de todo. De manera que cuando retorno las cosas están todas de revés y es un olor nauseabundo y están sus huellas por todas las sábanas.
Nunca pude verlo cara a cara. Así que se comprenderá por qué las fotografías se me hicieron chocantes, contundentes y reveladoras.
Como se puede inferir, esta situación es insoportable. Tanto que ha llegado la hora de pensar seriamente en sacrificarlo, así chille y despierte a todo el vecindario. ¿Y qué estás esperando? Se preguntará despectivo el lector. Pero debo acotar que éste no es un cerdo cualquiera, no solamente es un cerdo de monte, feroz y difícil de atrapar: En realidad, como habrá deducido el avisado lector, este es un cerdo invisible, al menos para mí, se comprende.
Por eso es que pediré la lanza de caza que guardan mis padres. Y considerando que ya sé cómo comporta, mientras tengo impresas en el corazón las imágenes parciales de su abominable cuerpo. Sabré estocar la lanza.
Aunque aquello de pedir el arma a mis padres es cosa grave, ya que se trata de algo sagrado para la familia: aquella lanza es una alabarda, hermosa con moharra de acero, cuyo grueso mango de maderas preciosas tiene base y empuñadura de oro, un trofeo de campeonato. En su momento ya fui advertido: para que me la entreguen y sea merecedor de ella deberé realizar muchas tareas y hazañas y mostrarme digno.
Bien, estoy dispuesto. De manera que ya imagino el día fasto, libre al fin, el espontón hundido en su espalda y su asquerosa cabeza, visible ahora gracias a la luz de la muerte, en la picota.
Es algo de espantar esa figura. Retratos parciales de sus obsesiones. En cada uno se muestra el estercolero y el dibujo más representativo de su cara.
Tiene un color carne que todos conocen. Y en alguna toma, la luz amarilla de la habitación hace que las protuberancias se vean grotescas. Es muy difícil soportar esas sorprendentes reproducciones.
Las he borrado una por una a través del menú, pero son de tan fuerte impresión que todavía las veo moldeadas y nítidas en la pantalla de mi mente.
El cerdo que me habita vive rondando la alcoba. Así que permanezco atento para que no la invada. Pero si un día me descuido –día aciago, día negro- me echa y se apodera de todo. De manera que cuando retorno las cosas están todas de revés y es un olor nauseabundo y están sus huellas por todas las sábanas.
Nunca pude verlo cara a cara. Así que se comprenderá por qué las fotografías se me hicieron chocantes, contundentes y reveladoras.
Como se puede inferir, esta situación es insoportable. Tanto que ha llegado la hora de pensar seriamente en sacrificarlo, así chille y despierte a todo el vecindario. ¿Y qué estás esperando? Se preguntará despectivo el lector. Pero debo acotar que éste no es un cerdo cualquiera, no solamente es un cerdo de monte, feroz y difícil de atrapar: En realidad, como habrá deducido el avisado lector, este es un cerdo invisible, al menos para mí, se comprende.
Por eso es que pediré la lanza de caza que guardan mis padres. Y considerando que ya sé cómo comporta, mientras tengo impresas en el corazón las imágenes parciales de su abominable cuerpo. Sabré estocar la lanza.
Aunque aquello de pedir el arma a mis padres es cosa grave, ya que se trata de algo sagrado para la familia: aquella lanza es una alabarda, hermosa con moharra de acero, cuyo grueso mango de maderas preciosas tiene base y empuñadura de oro, un trofeo de campeonato. En su momento ya fui advertido: para que me la entreguen y sea merecedor de ella deberé realizar muchas tareas y hazañas y mostrarme digno.
Bien, estoy dispuesto. De manera que ya imagino el día fasto, libre al fin, el espontón hundido en su espalda y su asquerosa cabeza, visible ahora gracias a la luz de la muerte, en la picota.
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