lunes, noviembre 01, 2010

La muerte tan hablando


Mientras la poesía desarrolla el canto gracias al amor, se sume en la perplejidad ante la muerte. Dos mujeres esperando. Una hecha de lluvia otra seca de frío. Las dos amantes imperan pero ninguna reina. Ni aun la muerte, que es segura, cuando llega nos encuentra, porque tan pronto llega cuando nos hemos ido.

La muerte, tema constante de la poesía, ha sido enfocada de diferentes maneras. Unos le han dado cuerpo y han hecho de ella un personaje alegórico, ya espeluznante, ya terriblemente amoroso. La muerte propia también ha sido tema de extraordinarios poemas. Sin embargo, probablemente la muerte del otro, la pérdida, haya sido la que ha dejado más profunda huella, verso tras verso. Pienso, naturalmente, en Jorge Manrique (1440-1479) y su Coplas a la muerte de [su padre] don Rodrigo Manrique, donde el hombre se desgrana ante la banalidad de la vida (que sucede al que tiene el alma dormida, quiere decir todos) gracias a la presencia de la muerte.

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Así que la muerte –al igual que el ángel del amor- parece trae consigo también un carcaj de saetas. Cuando alguien muere no hiere a todos por igual, y casi siempre cuando nos llega y perfora y penetra, no importa cuán preparado estés, te corta, te hiere, te oblitera y finalmente te rompe. De allí el poema.

Con todo, pocos han sido los que han trabajado los poemas trasladando el canto más allá de la muerte. Enorme es en este sentido el nombre del latino Sexto Aurelio Propercio (47 – 17 a.C.), que en su libro IV, poema 7 de sus Elegías dirigidas a su amada Cynthia penetra el mundo de la poesía erótica esta vez transportando al amante desde el mundo de los muertos a este duro y material mundo de los vivos. El poeta nos declara:

Algo queda de las almas: la muerte no lo
acaba todo y la sombra amarillenta se
escapa de la pira vencida. Así me pareció
ver a Cynthia apoyándose en la cabecera de
mi lecho, un murmullo de que poco antes
había sido sepultada a la vera del camino,
cuando pesaba sobre mí el sueño después
del entierro de mi amor y me lamentaba de
los fríos dominios de mi lecho.

Y será entonces Cynthia, mejor dicho, su espectro, o umbra, que es quien acaba de aparecer en sueños ya después de su funeral, quien continuará con estos terribles versos:

Que ahora te posean otras, luego te tendré yo
sola : conmigo estarás, y desharé, mezclados,
contra tus huesos los míos.

Poeta que Garcilaso, Herrera, Lope, Góngora o Francisco de Quevedo leyeron de seguro, y entonces será natural oír afirmar a este último en un soneto amoroso “a fugitivas sombras doy abrazos”, pero el espectro es ella, la otra, la efímera. El poeta, materia perecible, pero materia al fin, quedará más allá de la muerte:

Polvo seré más polvo enamorado.
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