El sótano
Ingresamos a la casa. Las casas en esos barrios son pegadas unas a otras como si fueran a entregar parte de las cocinas y de los baños privados a una comandita inexplicable. Salieron las hijas del francés. Una de ellas, la que llevaba el cabello corto y parado a mechones, de repente se aproximó y dijo mi nombre. Quedé algo sorprendido, lo confieso, pero como generalmente me sucede, y todos saben de mi mala memoria para con los rostros, supuse que era alguno de los que había frecuentado los eventos de cultura a los que generalmente asisto y no podía recordarla por el estrés o por quién sabe qué otros pruritos inconfesables.
Con una familiaridad inopinada me condujo hasta el sótano.
-Aquí es donde está esa energía enemiga –dijo señalando una portezuela de madera que aparecía bajo las gradas. Comprendí que me había arrastrado hasta aquellos rincones para que haga algo –acaso para probarme, pensé, pero… ¿para probarme qué? Así que levanté la mano e hice la señal de la conjuración con los tres dedos, primero hacia el espacio al lado de donde ella se había detenido. Como no se sintió ningún resultado ella rió de buena gana. Y me volvió a señalar la portezuela. Entonces, tomando todo el coraje de lo que alguien es capaz en esas circunstancias, hice todos los conjuros que sabía delante de la portezuela herméticamente cerrada. Pero yo intuía que la puerta no ocultaba nada, que allí no estaba el peligro, sino en la moza misma: en la hija del francés, a quien no pude olvidar a pesar de las interminables reuniones que acaso se sucedieron y la cantidad de veces que tal vez eludí aquella casa para no tener que verla. Pero como sucede con algunas pesadillas todo aquello ya es imposible de averiguar, ya que el inteligente sistema de alarma de mi celular sonó en ese mismo instante para hacerme creer que desperté, aunque solamente era otro sueño, libre –quién sabe si momentáneamente- de la hija del francés y sus invisibles pero demandantes amenazas.
-Aquí es donde está esa energía enemiga –dijo señalando una portezuela de madera que aparecía bajo las gradas. Comprendí que me había arrastrado hasta aquellos rincones para que haga algo –acaso para probarme, pensé, pero… ¿para probarme qué? Así que levanté la mano e hice la señal de la conjuración con los tres dedos, primero hacia el espacio al lado de donde ella se había detenido. Como no se sintió ningún resultado ella rió de buena gana. Y me volvió a señalar la portezuela. Entonces, tomando todo el coraje de lo que alguien es capaz en esas circunstancias, hice todos los conjuros que sabía delante de la portezuela herméticamente cerrada. Pero yo intuía que la puerta no ocultaba nada, que allí no estaba el peligro, sino en la moza misma: en la hija del francés, a quien no pude olvidar a pesar de las interminables reuniones que acaso se sucedieron y la cantidad de veces que tal vez eludí aquella casa para no tener que verla. Pero como sucede con algunas pesadillas todo aquello ya es imposible de averiguar, ya que el inteligente sistema de alarma de mi celular sonó en ese mismo instante para hacerme creer que desperté, aunque solamente era otro sueño, libre –quién sabe si momentáneamente- de la hija del francés y sus invisibles pero demandantes amenazas.