El cuerpo, mal amigo

He caminado trece millas de continencia. Ahora debo trasponer el río de fuegos. Y no parece haber alternativa. Si duermo –como lo hace mi compañera- pereceré por las llamas, si cruzo me rostizaré la piel. Pero las quemaduras de segundo grado dejan la posibilidad de que sean superficiales, y se curen con la cirugía del más allá, en los hospitales del campo del sueño.
El río del que hablo da al mar. Sí, un mar de agua primordial, agua salada como corresponde. Es un mar que se pierde en el horizonte y al que se llega por un angosto puerto cerca del estuario del río. Veo en el puerto un bergantín, su nombre es Ítaca. No tengo monedas para el barquero. Pero si mi dama despertase –olvidé mencionar que la hermosa viene conmigo, la traigo a rastras (o me trae el perfume de sus brazos) en un carro de cedro-, si olfateara el anís con que pretendo me escuche, subiría con ella sin cuidado y lavaría la cubierta hasta que brille para surcar las aguas sin descanso. Y mientras teje las horas yo viajaría al encuentro de mi Padre.
Esperad. ¿Hay en la goleta escuderos? ¿Vienen por mí o son mis huesos quienes padezco y suenan? Sí, soy prisionero de mis tibias, de las ciento ocho osamentas que me aprietan. Así es muy difícil la travesía. Levanto la bandera pirata. Y el velero se mueve. Ya crujen los maderos y siento como la quilla embiste el primer rompiente. Miro a mi dama que todavía duerme mientras la brisa del mar se hastía de nuestros sudores, cuando el sol, inmenso, cubre la mitad del cielo con su aurora y se hace el día.
Imagen: El fuego, Giuseppe Arcimboldo
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