viernes, julio 27, 2007

Castidad

La castidad -término hoy en lamentable desuso- ha sido senda y guía de muchos y grandes poetas, contrario a la brutal violencia de la lujuria que invade las calles, los aparatos modernos, la música en franco dislate, las noticias que la apresan para darle color a la ignominia, el discurso de los que gozan y abusan del escándalo para su gloria vulgar, los templos ya profanados, una cotidianidad impura.

Qué extraordinario es en este contexto acercase al poema que aquí se copia y que data del siglo X, en la elegancia de la España del Al-Andalus.

Durante el reinado del califa al-Hakam II (961-976) vivió Ibn Farach (también nombrado como Ibn Faray) de Jaén (m.970), autor del poema, y de una de las primeras antologías andalusíes: El Libro de los Huertos, el Kitab al-hada'iq, y que casi excede en valor a la famosa antología de Oriente el Libro de la Flor. El Libro de los Huertos, aunque perdido, se ha reconstruido en parte.

Poeta y antólogo arabigoespañol, cuyo nombre completo es Abú `Umar Ahmad b. Muhammad b. Faray al-Yayyáni (el de Jaén), sobre cuya biografía tenemos escasos datos. Sabemos que fue cortesano de los califas Abderramán III y Alhaquem II y que murió en la cárcel «por un delito del que se le acusó». Su producción poética, desperdigada en la obra de antólogos e historiadores de la literatura, ha sido recopilada por Elías Terés, el cual ha inventariado 14 fragmentos poéticos consagrados al cultivo de los géneros erótico y floral.


Castidad

Aunque estaba pronta a entregarse, me abstuve de ella,
y no obedecí la tentación que me ofrecía Satán.
Apareció sin velo en la noche, y las tinieblas nocturnas,
iluminadas por su rostro, también levantaron aquella vez sus velos.

No había mirada suya en la que no hubiera incentivos
que revolucionaban los corazones.

Mas di fuerzas al precepto divino que condena
la lujuria sobre las arrancadas caprichosas del corcel
de mi pasión, para que mi instinto no se rebelase
contra la castidad.

Y así, pasé con ella la noche como el pequeño camello sediento
al que el bozal impide mamar.

Tal, un vergel, donde para uno como yo no hay
otro provecho que el ver y el oler.

Que no soy yo como las bestias abandonadas
que toman los jardines como pasto.

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lunes, julio 23, 2007

Responso por un chulupi

Una cucaracha –chulupi le llamamos en estas tierras orientales de Bolivia- se encontraba dentro del rollo de papel higiénico, y debido a que Marmuz, amada compañera, tiene la mala costumbre de no encender la luz del baño, lanzó un grito de horror al sentir entre los papeles al asqueroso animalito. Esto produjo un intercambio de opiniones y una ejecución:

-¿Qué hago con este insecto, rojo sucio, de patas ágiles y de apariencia pegajosa?
-Mátalo, mujer.
-¿Cómo? ¿Lo derramo y luego lo piso? Digo… ¿Lo aplasto?
-Claro –digo, lacónico.
-Ay, Dios mío. Tiene sangre negra!
-No, no es sangre, es más bien su conciencia.
-¿No te refieres al que se sienta a mirar las noticias, verdad?
-Sí, claro –repito, compendioso.

Pero el parásito, que escucha y mira las noticias, toma su alimento dentro de nosotros mismos, sabiendo que carga sobre sí toda la maquinaria de infamia que ahora llaman prensa, y moviendo la mandíbula de la misma manera que el insecto de letrina, continúa su interminable lectura de malas artes: crimen, escándalo y violencia.
La ejecución ha tenido que suceder, eventualmente para bien de todos.
Apagamos el televisor. Entonces ella, algo inquieta –acaso tenga una pesadilla mediática-, y yo, inesperadamente liberado, nos retiramos a dormir.

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viernes, julio 06, 2007

El silencio de lo escrito

Si te pones a pensar, en literatura se dan algo como dos temporalidades que nunca se cruzan:

En la primera, habita todo el que la escribe. Entregado como está al rastro (¿qué otra cosa sería la escritura?), generalmente no es consciente de que escribe para los no natos, los que vendrán, en un sueño se los podría percibir con los ojos enormes, extremadamente abiertos, inocentes a lo que ahora se escribe, acaso sedientos; pero en la realidad, especie de larvas en el sentido de su no estar, de su ausencia.

En la segunda, están los lectores, un singular grupo que espera sin saberlo. Luego, el que lee, es transportado, ingresado a un lugar intermedio, el imaginario espacio creado por efecto del encuentro del lector y las palabras. En este sitio, a la manera de Dante se trepa al país de lo escrito, que es una especie de infierno, donde el autor como una sombra va a guiarlo por recintos y escaleras. Así, como si dispusiera de una extraña puerta, el lector se comunica con los muertos, mejor dicho, con el muerto, que no es otro que ese autor-sombra-guía.

Uno tras otro los libros se han ido encerrando en las bibliotecas.

A todo esto, se concluye que siempre habrá alguno que haya construido su discurso. Entonces elaboras un discurso cuyo destinatario final aún no existe, pero te está acechando donde quiera que habites, haciendo parte de las paredes. Aunque lo único que se tiene es el espejo.

Este horrible espejo. Mírate. Húrgate la nariz. Uno escribe para sí mismo. Y el sí mismo es nadie. Yo soy la mano que grafica los signos y el temor de las palabras.

He vendido hasta la payasa
[1] de dormir para no dormir. Aquí la sangre es un círculo interminable, y uno usa la escritura sabiendo que no tiene otro fin que convertirse en un camino. Un camino del ser.

Y en el camino siempre se escuchan cosas, como llegadas de ningún sitio, cosas de los espectros. Porque la literatura está hecha por espectros. Y si tú firmas un texto y lo divulgas, éste ya pertenece a un muerto. Los muertos hablan, exprimen sus símbolos inamovibles:

En el rincón han abandonado las arañas sus telas. Yo entiendo los lugares por las telas. El descolorido tono de las cortinas y las manchas de la alfombra. También los aguayos usados para tapar las ventanas y esconder la desnudez. Tu desnudez es vergonzosa, tu desnudez no tiene alivio. Tu desnudez existe si yo te miro los huesos, y entonces apareces en una insoportable blancura de luto.

Todos han regresado. Vienen de usar el lenguaje del cuerpo. Entonces la danza es un abrazo en el que se desea el atrapar el espacio. Y penetrar no es suficiente, pues se debe buscar con los dedos, con las palmas, con los oídos. Entonces el poema florecerá al centro.

Más allá, bajo la sombra del alero un cántaro aguarda. El lector va a nacer con la primera frase.

Entonces debemos dar vuelta la hoja y guarecernos. Ésta es la voz que sólo va, éste, el silencio de lo escrito.


[1] Payasa, colchón hecho de yute y paja brava, utilizado en el altiplano boliviano.



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