El silencio de lo escrito
Si te pones a pensar, en literatura se dan algo como dos temporalidades que nunca se cruzan:
En la primera, habita todo el que la escribe. Entregado como está al rastro (¿qué otra cosa sería la escritura?), generalmente no es consciente de que escribe para los no natos, los que vendrán, en un sueño se los podría percibir con los ojos enormes, extremadamente abiertos, inocentes a lo que ahora se escribe, acaso sedientos; pero en la realidad, especie de larvas en el sentido de su no estar, de su ausencia.
En la primera, habita todo el que la escribe. Entregado como está al rastro (¿qué otra cosa sería la escritura?), generalmente no es consciente de que escribe para los no natos, los que vendrán, en un sueño se los podría percibir con los ojos enormes, extremadamente abiertos, inocentes a lo que ahora se escribe, acaso sedientos; pero en la realidad, especie de larvas en el sentido de su no estar, de su ausencia.
En la segunda, están los lectores, un singular grupo que espera sin saberlo. Luego, el que lee, es transportado, ingresado a un lugar intermedio, el imaginario espacio creado por efecto del encuentro del lector y las palabras. En este sitio, a la manera de Dante se trepa al país de lo escrito, que es una especie de infierno, donde el autor como una sombra va a guiarlo por recintos y escaleras. Así, como si dispusiera de una extraña puerta, el lector se comunica con los muertos, mejor dicho, con el muerto, que no es otro que ese autor-sombra-guía.
Uno tras otro los libros se han ido encerrando en las bibliotecas.
A todo esto, se concluye que siempre habrá alguno que haya construido su discurso. Entonces elaboras un discurso cuyo destinatario final aún no existe, pero te está acechando donde quiera que habites, haciendo parte de las paredes. Aunque lo único que se tiene es el espejo.
Este horrible espejo. Mírate. Húrgate la nariz. Uno escribe para sí mismo. Y el sí mismo es nadie. Yo soy la mano que grafica los signos y el temor de las palabras.
He vendido hasta la payasa[1] de dormir para no dormir. Aquí la sangre es un círculo interminable, y uno usa la escritura sabiendo que no tiene otro fin que convertirse en un camino. Un camino del ser.
Y en el camino siempre se escuchan cosas, como llegadas de ningún sitio, cosas de los espectros. Porque la literatura está hecha por espectros. Y si tú firmas un texto y lo divulgas, éste ya pertenece a un muerto. Los muertos hablan, exprimen sus símbolos inamovibles:
En el rincón han abandonado las arañas sus telas. Yo entiendo los lugares por las telas. El descolorido tono de las cortinas y las manchas de la alfombra. También los aguayos usados para tapar las ventanas y esconder la desnudez. Tu desnudez es vergonzosa, tu desnudez no tiene alivio. Tu desnudez existe si yo te miro los huesos, y entonces apareces en una insoportable blancura de luto.
Todos han regresado. Vienen de usar el lenguaje del cuerpo. Entonces la danza es un abrazo en el que se desea el atrapar el espacio. Y penetrar no es suficiente, pues se debe buscar con los dedos, con las palmas, con los oídos. Entonces el poema florecerá al centro.
Más allá, bajo la sombra del alero un cántaro aguarda. El lector va a nacer con la primera frase.
Entonces debemos dar vuelta la hoja y guarecernos. Ésta es la voz que sólo va, éste, el silencio de lo escrito.
[1] Payasa, colchón hecho de yute y paja brava, utilizado en el altiplano boliviano.
Etiquetas: poesia, escritura, lectura
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