Porto de Galinhas
El festival de Fliporto tuvo su sede en Porto de Galinhas.
Alguien me cuenta que el curioso nombre del puerto se debe a que en el siglo XIX, cuando la esclavitud ya estaba abolida, los contrabandistas de gente atracaban con barcos en cuya cubierta se llevaban gallinas, disfrazando el verdadero contenido comercial: esclavos. Así que la palabra clave para ese comercio indigno era “galinhas”, (“gallinas”, en castellano). De manera que el nombre denigrante ha quedado como rémora de tiempos feroces.
Al salir del hermoso hotel cinco estrellas, en un paisaje de sueño emergen las playas, como se puede ver en la fotografía que adjunto[1], de una vista espectacular, es decir, parte del circuito turístico de placer que ofrece Brasil. Allí se derraman las muchachas en trajes de baño sobre sus sillas, debajo de los quitasoles, los niños juegan con el mar, pescados, mariscos y jugos de frutas se ofrecen a los veraneantes directamente en la playa, mientras las olas mecen el cuerpo y el horizonte hace presentir las lejanas costas del África. Los arrecifes permiten, gracias a su transparencia, vislumbrar peces, caballitos de mar, y otras especies subacuáticas que deslumbran.
Allí toda la música.
Y por más que lo intento no dejo de pensar que ese nombre es una infamia, más una brujería que algo mágico: esclavos, gente amarrada, gente sufriendo, pensando quizás que han caído en manos del demonio, un demonio que imaginan extranjero, inclusive a sus peores espíritus domésticos, cuya malignidad tiene que ver no con la esclavitud directa, sino con la corrupción de sus normas, impuestas en casa, naturalmente. Así, perplejos, se dejan arrastrar en Porto de Galinhas, a la media noche, en un contrabando despreciable, que nada tiene que ver con la belleza indiferente y el sol majestuoso de cada día.
[1] Fotografía tomada al amanecer por Fernando Cuartas, poeta colombiano.
Etiquetas: esclavos, brasil, recife
Alguien me cuenta que el curioso nombre del puerto se debe a que en el siglo XIX, cuando la esclavitud ya estaba abolida, los contrabandistas de gente atracaban con barcos en cuya cubierta se llevaban gallinas, disfrazando el verdadero contenido comercial: esclavos. Así que la palabra clave para ese comercio indigno era “galinhas”, (“gallinas”, en castellano). De manera que el nombre denigrante ha quedado como rémora de tiempos feroces.
Al salir del hermoso hotel cinco estrellas, en un paisaje de sueño emergen las playas, como se puede ver en la fotografía que adjunto[1], de una vista espectacular, es decir, parte del circuito turístico de placer que ofrece Brasil. Allí se derraman las muchachas en trajes de baño sobre sus sillas, debajo de los quitasoles, los niños juegan con el mar, pescados, mariscos y jugos de frutas se ofrecen a los veraneantes directamente en la playa, mientras las olas mecen el cuerpo y el horizonte hace presentir las lejanas costas del África. Los arrecifes permiten, gracias a su transparencia, vislumbrar peces, caballitos de mar, y otras especies subacuáticas que deslumbran.
Allí toda la música.
Y por más que lo intento no dejo de pensar que ese nombre es una infamia, más una brujería que algo mágico: esclavos, gente amarrada, gente sufriendo, pensando quizás que han caído en manos del demonio, un demonio que imaginan extranjero, inclusive a sus peores espíritus domésticos, cuya malignidad tiene que ver no con la esclavitud directa, sino con la corrupción de sus normas, impuestas en casa, naturalmente. Así, perplejos, se dejan arrastrar en Porto de Galinhas, a la media noche, en un contrabando despreciable, que nada tiene que ver con la belleza indiferente y el sol majestuoso de cada día.
[1] Fotografía tomada al amanecer por Fernando Cuartas, poeta colombiano.
Etiquetas: esclavos, brasil, recife
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