Mirar en los sesentas
En el año 2006, imaginamos con Verónica Delgadillo un blog dedicado exclusivamente al cine. El ojo sin paz. Mi permanencia en él fue corta, hoy sigue su ruta cineforme, que habría que frecuentar, pero es otra etapa y otra senda; sin embargo, es necesario apuntar que entre los textos que en esa prehistoria se dejaron hubo uno que Verónica clasificó como comentario, y que yo supongo un cuadro, por lo que va un paso más allá del tema específico, el cine, para ingresar en el rescate, y acaso sea mejor decir, la literatura. Por esto, y a casi dos años de su publicación, 18 de enero de 2006, lo traigo para difundirlo en este blog.
Las primeras películas de mi vida fueron en blanco y negro. A mis seis años el mundo se había multiplicado haciendo un espacio de luces y de voces: Joselito, Tarzán, Cantinflas, Clavillazo. Luego se desgranaron las películas del México rural, las protagonizadas por los hermanos Aguilar y el entrañable Fernando Soto “Mantequilla”, con aquellos caballos briosos y trajes elegantes de charro, guitarras, cohetes y mujeres rudas pero seductoras. Películas como aquella sobre la leyenda de Chucho el roto con Luis Aguilar o la terrible Sangre y Arena de 1941, basada en la novela de Blasco Ibáñez, no aquella del cine mudo (que no es mi época) cuando Roberto Valentino hacía furor, sino la versión de Rouben Mamoulian con la diva Rita Hayworth, quedaron para siempre en mi memoria, porque esas cintas eran las que llegaban al cine Roxy, cuyas altas paredes hacían soñar a los niños e imaginar cómo sería la película que adentro se estaba exhibiendo en aquel Roboré de fines de los sesenta.
El cine era entonces la maravilla, especialmente en Bolivia adonde la televisión –país bendecido en éste y en muchos casos- demoró en llegar. Se trataba de magia pura. Arrebatados por las imágenes, no reparábamos ni en los defectos que seguramente introducía la pantalla, hecha de una vetusta tela remendada y malamente fijada entre las dos vigas que hacían de bastidor. A falta de techo, el cine se proyectaba bajo las estrellas, a partir de las ocho y media, prevenidos de que la energía eléctrica solamente se mantenía hasta las once de la noche.
Al salir de la sala –así podemos llamar a aquel canchón con piso de tierra y bancos de listones que yo recuerdo enormemente extensos-, si la película era largo metraje, la gente se apresuraba para alcanzar a llegar a casa antes del implacable corte de luz que era preciso y puntual pues estaba gobernado por uno de los funcionarios del ferrocarril. Así la relación de la luz eléctrica y el cine hizo su entrañable relación en nuestras almas, más allá de la tecnología.
En aquellos remotos sesenta, el cine era la religión. Los niños, apretados contra el muro de una de las casas se narraban con cara circunspecta y ojos extremadamente abiertos, repitiendo los relatos de la servidumbre, las escenas de Drácula, la del famoso Christopher Lee que nuestros padres no nos dejaron ir a ver, pero que siempre nombrábamos, pues para decir que algo era extremadamente bueno, los niños decían “es superior a Drácula”, un vampiro, según me dijeron, que se nos presenta siniestro, seductor e impecable. Allí estaba entonces escondido el cine que nos estaba vedado, el de las películas prohibidas por exhibir alguna escena supuestamente escabrosa de sexo –hoy cualquier publicidad superaría las mojigatas escenas de aquellos tiempos- y el impresionante mundo del terror, que hacía a nuestras almas saltar hasta el abismo del miedo psicológico, fascinados, claro está, por el agujero de luz que se estacionaba detrás de las paredes del cine Roxy.
Etiquetas: cine, sesentas, drácula
El cine era entonces la maravilla, especialmente en Bolivia adonde la televisión –país bendecido en éste y en muchos casos- demoró en llegar. Se trataba de magia pura. Arrebatados por las imágenes, no reparábamos ni en los defectos que seguramente introducía la pantalla, hecha de una vetusta tela remendada y malamente fijada entre las dos vigas que hacían de bastidor. A falta de techo, el cine se proyectaba bajo las estrellas, a partir de las ocho y media, prevenidos de que la energía eléctrica solamente se mantenía hasta las once de la noche.
Al salir de la sala –así podemos llamar a aquel canchón con piso de tierra y bancos de listones que yo recuerdo enormemente extensos-, si la película era largo metraje, la gente se apresuraba para alcanzar a llegar a casa antes del implacable corte de luz que era preciso y puntual pues estaba gobernado por uno de los funcionarios del ferrocarril. Así la relación de la luz eléctrica y el cine hizo su entrañable relación en nuestras almas, más allá de la tecnología.
En aquellos remotos sesenta, el cine era la religión. Los niños, apretados contra el muro de una de las casas se narraban con cara circunspecta y ojos extremadamente abiertos, repitiendo los relatos de la servidumbre, las escenas de Drácula, la del famoso Christopher Lee que nuestros padres no nos dejaron ir a ver, pero que siempre nombrábamos, pues para decir que algo era extremadamente bueno, los niños decían “es superior a Drácula”, un vampiro, según me dijeron, que se nos presenta siniestro, seductor e impecable. Allí estaba entonces escondido el cine que nos estaba vedado, el de las películas prohibidas por exhibir alguna escena supuestamente escabrosa de sexo –hoy cualquier publicidad superaría las mojigatas escenas de aquellos tiempos- y el impresionante mundo del terror, que hacía a nuestras almas saltar hasta el abismo del miedo psicológico, fascinados, claro está, por el agujero de luz que se estacionaba detrás de las paredes del cine Roxy.
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