Esclavitud siglo XXI
La
esclavitud no ha desaparecido. La trata de personas se define como un delito
que consiste en el secuestro, el traslado o la acogida de seres humanos por
medio de la amenaza, la violencia u otros mecanismos coercitivos (estafa, abuso
de una posición dominante, etc.).
También
sabemos que la vida cotidiana de estas personas es en muchos casos más grave
que la antigua esclavitud. Al engaño en la captación hay que añadir muy
frecuentemente los malos tratos y las inhumanas condiciones de vida, así como
la pérdida de libertad; pues no es raro que vivan encerradas, hacinadas y privadas
de documentación, lo que las hace irrelevantes para la sociedad.
Las fosas
comunes son en muchos casos testigos finales de este flagelo.
El tráfico
de personas, favorecido por una sociedad materialista y economicista, que
disfrazada bajo la palabra progreso ha olvidado el carácter sagrado y la
dignidad de la persona humana, es una de las más escandalosas formas de
reducción del ser humano a pura mercancía.
Este
comercio infame de gente con raíces en la esclavitud, aquello en teoría ya
superado, es práctica cotidiana en nuestros tiempos, donde lamentablemente
nuestro país tiene el ingrato papel de no solo ser lugar de origen y destino,
sino de captación y traslado de personas: niños, jóvenes y adultos tanto para
el comercio sexual, como para talleres de trabajo esclavo, trabajo en las
zafras, minería, servicio doméstico servil, la mendicidad forzada o el infame
tráfico de órganos.
Hasta hace
no mucho, esta actividad pasaba desapercibida para la sociedad, ya que las
víctimas se encontraban en los estratos sociales bajos, que no tenían
relevancia para los medios. Hoy en día, dos elementos han incidido para que
esta práctica sea detectada, gracias a la aparición de las redes sociales, y la
emergencia de casos que afectan a familias del grupo de profesionales, capaces
de generar una demanda mucho más fuerte que la que pueden hacer las personas de
escasos recursos y menor formación.
Un caso que
ha tenido en vilo a la opinión pública desde hace cuatro años, es el de la
desaparición de Zarlet Clavijo, una adolescente de 16 años cuya referencia se
perdió luego de salir de la oficina de su madre, Marcela Martínez, con rumbo a
su domicilio en la ciudad de La Paz.
No hay
manera de desviar la atención de los antecedentes de este desventurado caso, ya
que se anota la captura del entonces dirigente cocalero Juan Cruz Maquera
cuando pretendía cobrar 15.000 dólares a la familia de la joven para gestionar
su liberación de los tratantes que la tenían cautiva; y que fue procesado,
según versión de Martínez, por uso indebido de bienes del Estado, y no por
trata y tráfico de personas, debido a que cuando recogió el dinero que les
exigió usaba un vehículo oficial.
Ahora
sucede, hace pocos días, que otro implicado a cuyo nombre se encuentra el
celular que se utilizó para extorsionar a Martínez, fue aprehendido gracias al
seguimiento de la madre; pero luego liberado ya que el caso Zarlet se encuentra
cerrado.
Entonces, a
la interminable lista de desgracias que produce el tráfico y trata de personas,
se suma, pero no de manera lateral, sino totalmente cómplice y comprometida la
justicia boliviana, que parece haber hecho pacto con el diablo para sacar fruto
de sus fechorías.
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