Y aúpa a la soledad...
Tropezarse con el sufrimiento que causa la soledad se ha hecho algo cotidiano para este Torumano, enredado en su laberinto, desde donde mira las casas y las calles donde transitan sus amigos y parientes, cariacontecido, mientras respira su condición dual de instinto y poesía.
Hay algo que me ha enseñado el laberinto: se llama miedo. Alimentado por el miedo, el hombre se arrincona temblando ante la soledad porque siente ese curso delgado e inasible… De ese modo, perplejo, me atrevo a decir que la soledad es el estado natural del hombre; esta vez haciendo caso, y no con desacierto, a Jeanne Marie Laskas, columnista del Washington Post Magazine, cuando afirma que “quizá la mayor equivocación acerca de la soledad es que cada cual va por el mundo creyendo ser el único que la padece.”
Si esto es así, podríamos afirmar que la pregunta clave sobre el tema es ¿Cuánto de soledad tenemos cuándo? Y a la cual, podríamos respondernos como Jaime Saenz en el poema La Noche: “pero, cuando no hay ni un alma, es la propia soledad quien te echa de menos / -y es como si no estuvieras, o como si te hubieras ido, en busca de alguien a quien echar de menos.” O, inocente y misterioso, penetrar como Antonio Porchia: “A veces de noche, enciendo la luz para no ver mi propia oscuridad”.
De acuerdo. Si ese es el cuando, la cantidad de soledad tendrá que ver con la alegría, que no es otra cosa que el alejamiento de uno mismo. Si tengo suficiente alegría que me arranque de mi ensimismamiento no recordaré que la soledad me es inherente y huiré con mis alas al paraíso de saberme otros. A eso llamamos amor. Todo esto en la esfera de la razón. Solamente que es de los hombres conocido que la razón permanece nublada por el instinto. ¿Qué dirá el instinto? El instinto tiene un cero por linterna. No dice, no cuestiona, sigue una voz primigenia que lo lleva a tomar, si puede, el motivo del deseo, y entonces sentirá con el olfato que está saciado.
En otra habitación, la poesía, severa y rigurosa, nos contará que en realidad hace tanta soledad que las palabras se suicidan (Pizarnik).
Pero Torumano se rebela, dice que su soledad no nace ni de la razón, ni del instinto, y aunque tiene a la poesía por cómplice, dejar ver que su soledad está hecha de un nombre (¿Cuál es tu nombre, descalza?) que está inscrito en todas las paredes, que la belleza reside en repetirlo. Y lo busco, dice el encerrado, lo busco con mi boca sedienta de pronunciarlo, espada en mano, dispuesto a la entrega, una muerte sin fin.
Hay algo que me ha enseñado el laberinto: se llama miedo. Alimentado por el miedo, el hombre se arrincona temblando ante la soledad porque siente ese curso delgado e inasible… De ese modo, perplejo, me atrevo a decir que la soledad es el estado natural del hombre; esta vez haciendo caso, y no con desacierto, a Jeanne Marie Laskas, columnista del Washington Post Magazine, cuando afirma que “quizá la mayor equivocación acerca de la soledad es que cada cual va por el mundo creyendo ser el único que la padece.”
Si esto es así, podríamos afirmar que la pregunta clave sobre el tema es ¿Cuánto de soledad tenemos cuándo? Y a la cual, podríamos respondernos como Jaime Saenz en el poema La Noche: “pero, cuando no hay ni un alma, es la propia soledad quien te echa de menos / -y es como si no estuvieras, o como si te hubieras ido, en busca de alguien a quien echar de menos.” O, inocente y misterioso, penetrar como Antonio Porchia: “A veces de noche, enciendo la luz para no ver mi propia oscuridad”.
De acuerdo. Si ese es el cuando, la cantidad de soledad tendrá que ver con la alegría, que no es otra cosa que el alejamiento de uno mismo. Si tengo suficiente alegría que me arranque de mi ensimismamiento no recordaré que la soledad me es inherente y huiré con mis alas al paraíso de saberme otros. A eso llamamos amor. Todo esto en la esfera de la razón. Solamente que es de los hombres conocido que la razón permanece nublada por el instinto. ¿Qué dirá el instinto? El instinto tiene un cero por linterna. No dice, no cuestiona, sigue una voz primigenia que lo lleva a tomar, si puede, el motivo del deseo, y entonces sentirá con el olfato que está saciado.
En otra habitación, la poesía, severa y rigurosa, nos contará que en realidad hace tanta soledad que las palabras se suicidan (Pizarnik).
Pero Torumano se rebela, dice que su soledad no nace ni de la razón, ni del instinto, y aunque tiene a la poesía por cómplice, dejar ver que su soledad está hecha de un nombre (¿Cuál es tu nombre, descalza?) que está inscrito en todas las paredes, que la belleza reside en repetirlo. Y lo busco, dice el encerrado, lo busco con mi boca sedienta de pronunciarlo, espada en mano, dispuesto a la entrega, una muerte sin fin.
2 Comments:
Cuánta sabiduría hay en tus palabras, Torumano. Es verdad todo lo que dices, más allá de la belleza.
Siento, además, que la soledad por instinto persiste más allá del logro del objeto deseado: mi olfato me dice que está saciado, y luego, por instinto, como un gato que se distrae cazando una mariposa, deseará después retraerse, aposentarse en sí mismo. Retorna entonces a su soledad, jadeante como el guerrero que vuelve horrorizado de la guerra.
Si de citar se trata, en este caso prefiero citar al Creador (Reyna Valera):
2:18 Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; haréle ayuda idónea para él.
2:19 Formó, pues, Jehová Dios de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y trájolas á Adam, para que viese cómo les había de llamar; y todo lo que Adam llamó á los animales vivientes, ese es su nombre.
2:20 Y puso Adam nombres á toda bestia y ave de los cielos y á todo animal del campo: mas para Adam no halló ayuda que estuviese idónea para él.
2:21 Y Jehová Dios hizo caer sueño sobre Adam, y se quedó dormido: entonces tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar;
2:22 Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y trájola al hombre.
2:23 Y dijo Adam: Esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne: ésta será llamada Varona, porque del varón fué tomada.
2:24 Por tanto, dejará el hombre á su padre y á su madre, y allegarse ha á su mujer, y serán una sola carne.
2:25 Y estaban ambos desnudos, Adam y su mujer, y no se avergonzaban.
¡Qué poema! ¿No? Yo sigo buscando a mi varona, y cuando la encuentre la soledad habrá huido como hace la noche cuando llega el sol y la mañana nos alcanza su mano con ternura.
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