Poemas bajo el Puente Einsten-Rosen
Cómo
arranco las hojas al árbol sin que sangre?, acaso se preguntaba el Dante en un
recodo del infierno. Pero tú no atiendes a estas imperiosas cuestiones, y te
quedas pensando en eso de que un poeta nace, porque no se puede hacer, porque
hacerse poeta implica todo ese ingrato sacrificio de la disciplina del
lenguaje, el estudio de los poemas de otros, la lectura del mundo, el
interminable fracaso de los poemas que no logran transmitir lo que tú sabes que
se debía transmitir, cuando algo sabes, porque generalmente no sabes nada. Y
esto porque nunca estuviste como alguno, caminando por el altiplano boliviano
en plena tormenta, y porque no ocurrió aquel repentino rayo, sin árbol que te
acoja, que se te hubiese venido encima; y así nunca sentiste la poderosa
descarga en todo tu cuerpo, ni temblaste, ni sentiste la eternidad en un
segundo, para que ese instante te transforme completamente, y de esa manera
empezar a decir otras cosas, por eso de que nunca más podrías decir las mismas
cosas después del rayo. Todo esto como si fueras a despertar. No te ha
sucedido.
Por eso tengo
que referir la vez que un maestro amigo, libro de poemas al frente, y hubiese
querido que fuese en el Café Victory de Santa Cruz de la Sierra, me introdujo
al mundo de las tormentas eléctricas. Se trataba de un poeta que conocía la
magia del poema breve, y del cómo, gracias a éste, se podría ingresar con los
ojos abiertos a recibir la descarga del rayo.
Allí fue
cuando me vi preguntándome sobre la poesía breve. No solamente aquella que en
tres versos se despacha un poema, sino sobre toda la poesía fragmentaria,
aquella que no pretende estar sino como provocación. Desplazar la lectura de la
vida para intentar caminar a través del mundo interior del hombre. Y en ese
pequeño espacio, en ese increíble espacio de palabras, descubrí que esos poemas
solo se podían abarcar a través de la física cuántica, o sea, poemas bajo el
puente Einsten-Rosen, algo así como un ombligo cosmogónico de versos, por donde
antiguamente se habría alimentado la luz.
Para no
extendernos en la física cuántica, diré simplemente que se trata de poemas
llave, hechos para franquear esa puerta impensable, construida de silencios que
no sospechamos, y que es como entrar en un punto de las cosas donde todo se
transforma, del que no se puede decir nada; sabiendo si no faltará aquél que nos
diga que sobre cada uno de esos poemas llave se pueden escribir infinidad de
tratados, dignos de cubrir paredes y paredes de bibliotecas. Pero que no las
necesitas, pues el poema breve ya redujo toda esa hojarasca a cero.
Claro que
si se habla de poesía breve lo primero que nos viene a la mente son los haikus
y los aforismos.
Pero el
haiku tiene su poética: ésta se basa en el asombro y la toma de consciencia que
produce en el poeta la contemplación de la naturaleza, en consonancia con el
Budismo Zen; mientras el aforismo es una expresión para hacer resquebrajar los
sistemas racionales. Está hecho de una declaración que contiene elementos
mágicos porque cuestiona los detalles aparentemente más irrelevantes para
echarnos en cara otras realidades que permanecen en nuestro día a día, más allá
de lo evidente.
Por eso
es que nos vemos empujados a buscar esas joyas, porque el poema breve no
necesita de nosotros, como tampoco lo hacen las llaves, ni sus respectivas
puertas.
Trataremos
entonces de dibujar los territorios que seguramente serán nombrados en el mapa
del tesoro.
Como
todos sabemos los haikus son poemas breves que muestran escenas de la
naturaleza o de la vida cotidiana. En
japonés, están compuestos por diecisiete "moras", que se arman en
tres versos de cinco y siete "moras" respectivamente. Aunque esta métrica
no es necesariamente fija. Así que
cuando las trasladamos a otras lenguas, como en este caso al castellano, comúnmente
se sustituyen las "moras" por sílabas.
Formalmente,
la esencia del haiku es "cortar" (kiru) mediante la yuxtaposición de
dos ideas o imágenes separadas por un kireji, que es el término
"cortante" o separador. Y si nos metemos en el esquema tradicional
japonés, un haiku debería contener también una referencia directa o indirecta a
la estación del año, mediante el uso de un kigo, que es la palabra que evoca
las estaciones. Aunque, como ya se dijo, el haiku, más allá del kigo, espiritualmente
tiene una raíz profunda en el Budismo Zen.
Existen
muchas leyendas que nos pueden ayudar a comprender las prodigiosas maneras del
haiku.
Se dice,
por ejemplo, y esta es un relato que probablemente la mayoría ya ha oído (pero
soy de la idea que lo que es bello debe repetirse) que un día, Matsuo Bashô fue
a visitar al maestro zen Takuan. Los dos personajes hablaron durante un largo
tiempo. Cuando el maestro decía algo, Bashô respondía extensamente, citando los
Sutras más profundos y difíciles. Finalmente, el maestro dijo: eres un gran
budista, un gran hombre. Lo entiendes todo. Sin embargo, en todo el tiempo que
hemos estado hablando, solo has usado las palabras de Budha, o de maestros
eminentes. No quiero oír las palabras de otras personas. Quiero oír tus propias
palabras, las palabras de tu verdadera esencia.
Ahora,
rápido, dime una frase propia.
Bashô se
quedó sin habla. Su mente comenzó a funcionar vertiginosamente. ¿Qué puedo
decir? Mis propias palabras... ¿Cuáles pueden ser? Pasó un minuto, luego dos,
luego diez. Entonces el maestro dijo: creía que entendías el budismo. ¿Por qué
no puedes responderme? La cara de Bashô enrojeció. Su mente se detuvo en seco,
no podía moverse ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, ni adelante ni
atrás. Estaba frente a una pared impenetrable. Entonces, sólo el vasto vacío.
De repente se oyó un ruido en el jardín del monasterio. Bashô se volvió hacia
el maestro y dijo:
Viejo
estanque...
salta
la rana...
sonido
del agua...
El
maestro soltó una risa fuerte y dijo: ¡Muy bien! ¡Estas son las palabras de tu
verdadera esencia!
Bashô
también rio.
Y, para
intentar profundizar un poco más en la esencia del haiku, repetiré la tradición
de cuando Kikaku, discípulo de Bashô, compuso el haiku “Libélulas rojas: /
quítales las alas y, /serán vainas de pimienta”. Sabemos que la corrección de
Bashô fue iluminadora: -De ese modo has matado a la libélula. Di, más bien:
“Vainas de pimienta: /añádeles alas, y /serán libélulas”.
La mente
del maestro iba guiada por el principio de que el haiku no podía ser
instrumento para dañar, mutilar y matar, sino –todo lo contrario- para dar
vida, fomentarla y defenderla: para, en una palabra, “humanizar”.
Aquí me
pregunto: ¿Será poema algún artefacto que no sirva para humanizar?
Acaso este
haiku del mismo Bashô podría ilustrar lo que digo:
Al
Fuji subes
lento
vas, pero subes
caracolito.
Y qué
decir de los aforismos, especialmente aquellos que guardan poesía como si de un
poema se tratase, escondido en una declaración que se pretende categórica, pero
que emplea un sistema de perplejidades que nos trasladan a dimensiones
insospechadas gracias al verbo.
Existen,
pues, aforismos, donde las afirmaciones se realizan dentro de ese nuevo
universo hecho de discontinuidades, pues las definiciones son de otra
naturaleza, y se construye un diccionario diferente, que pretende socavar aquél
que usamos comúnmente para desplazarnos y propiciar en nosotros esa nueva
dimensión. En otras instancias las afirmaciones llevan a formular preguntas,
dejando entrever dudas. Esas dudas son como ganzúas que intentan abrir nuevas
puertas. En este escenario cada aforismo es como si tuviera personalidad
propia, y nos muestra otro espacio, que no necesariamente es congruente con el
anterior, se trata pues de intentar abrir puertas con la pretensión de conocer
el universo, a través de lo que se dice.
Aunque el
poema breve también ocurre a partir de la llamada Literatura Fragmentaria,
producto de una fractura, como puede ser el caso de los retazos que deja el
naufragio del tiempo en las obras de escritores pertenecientes a civilizaciones
antiguas, como los griegos, pero también de las lecturas que naufragan en el
mar de versos, nos dejan una frase, una sentencia, una luz poderosa como señal
de un mundo que no hemos podido recibir en el lenguaje, pero que nos espera
tras la puerta de la provocación de ese fragmento.
Acaso
estos fragmentos también serán parte de los poemas que encontremos bajo el
puente Einsten-Rosen, donde nos esperan algunos textos breves, producto de la
sabiduría de poetas que siguieron la senda por la que su filosofía o metafísica
los han conducido, dejándonos textos profundos, que no requieren más
contundencia que la reunida en sus pocos versos. Entre ellos estarán los poetas
Sufí y su maravillosa senda, a Omar Khayyan, a los poetas zen, más allá del
haiku, que es su gran herramienta, a Lao Tse y sus desconcertantes poemas Tao,
para nombrar los que la memoria quiere traer de inmediato, y junto a esos,
probablemente algunos aforismos construidos a despecho de la razón, intuitivos,
provocadores, y portadores de espacios todavía por fundar.
Ante el argumento planteado, no sería equivocado postular que
la gran poesía ha debido transitar, y se sustenta, en esos breves espacios
donde la eternidad se desata contenida en el instante, algo de lo que también
ya se habló cuando se dijo sobre la descarga del rayo; intensidades éstas que
viven incorporadas en los grandes poemas, y que pueden aparecer como fragmentos,
cuyo poder tiene su fundación independiente, aunque fundamental para la
estructura del gran poema. Es decir, lo breve como llave para abrir las puertas
de ese continente que el ser mantiene en espera de ser descubierto.
Y si esto
tiene que ver con el fragmento, estamos hablando de la lectura. Detenerse,
podría ser la palabra. ¿Cómo leemos? La lectura puede llevarnos muy rápidamente
a la concepción global, al motivo profundo que traía como mensaje el texto;
pero existe esa otra lectura, la que se detiene en el fragmento, de manera que,
al desechar el mensaje principal, más brutal todavía, lo hunde bajo la tormenta
del que mira más allá, para detenerse en el naufragio, en lo que se podido
quedar de la embarcación y su carga. Entonces, de repente, en medio de los
restos descubre alguna joya, un precioso y aparente detalle, inicialmente
inadvertido entre la variedad de la estiba. Y que bien visto, aproximándolo con
una lupa, no es detalle, sino uno de esos poemas que yacen bajo el puente
Einsten - Rosen, la llave de una puerta que se abre a otras dimensiones.
En este
modo de lectura, hablamos, pues, de la respiración. Respirar es estar, vivir,
mantener el instante como clave, que se renueva tras cada respiración para
estar, fragmentario, pero fragmentario consciencial en el cosmos.
Entonces
al respirar también revolucionamos nuestra lectura, no solamente de los poemas,
sino del universo: al revolucionar
nuestra lectura, revolucionamos nuestra mirada.
Para
intentar transmitir mejor la idea, comentaré una frase que esperaba en actitud
de apronte, me parece, en los Cuadernos en Octava de Kafka. De repente, en
medio de la retahíla de fragmentos, leo: “El alivio de los años.” Una verdadera
bomba atómica, se diría. Lo primero que me viene a la cabeza, por esto del
lenguaje, es preguntarme si esta declaración sonaba igual en el idioma
original, pero ese raciocinio es el mismo que si me preguntara si el autor
verdaderamente estaba consciente de lo que declaró. Ninguno de estos análisis
tiene importancia para el propósito que planteo. Pues, lo que aquí interesa es
el efecto, la consecuencia de esa literatura fragmentaria.
El
lenguaje es lo suficientemente anchuroso como para transportar consigo verdaderas
Arcas de Noe, capaces de procrear, es decir, engendrar nueva vida, nuevas
estructuras vitales; gracias al caldo de cultivo, que también espera en el alma
del lector. Esto provocará más tarde, si del poeta se trata, una cosecha
inesperada.
Roberto
Juarroz, al hablar de los aforismos de Antonio Porchia, afirma que en la
poesía, en la literatura, en el arte, en la filosofía, hay una vanguardia
permanente, que no consiste en la ruptura o la experimentación primordialmente
exterior, ni tampoco en el trastrueque intempestivo e insólito de las formas,
sino en una penetración cada vez más aguda e inteligente, en una constante profundización,
sin atenuantes ni pretextos, en la sustancia misma de la realidad y en la de su
expresión, creación o invención siempre renovada. Y en ese contexto coloca la
obra de Porchia, como ceñida y personalísima, y como una prueba testimonial de esa
vanguardia permanente, que aventura llamar vanguardia interior.
Y he
querido sacar a colación a Antonio Porchia, para hablar de su libro de
aforismos, que no es otra cosa que un mar de textos fragmentarios, como si cada
uno fuese parte de otros textos más amplios, que hablaban de otras cosas; pero
que dejaron en el naufragio, esta vez en la escritura, estos fragmentos. Estoy
hablando, naturalmente, del único libro que escribió, Voces, título puesto con
la intención de nombrar a sus aforismos, y esto es adecuado, en la medida en
que son una multiplicidad de alter ego los que los pronuncian. Estos aforismos
aparecen a veces afines, otras contradictorios, y otras con una provocación
infinita. Obligando, sin duda, a una lectura que debe ser necesariamente
fragmentaria. En este caso, el cultivo no se producirá sino como segmento, y así
el lector tomará aforismo por aforismo, según lo que produce. Algunos de ellos,
seguramente irán a depositarse bajo el puente Einsten-Rosen. Espacio donde toda
ayuda es necesaria. Aunque aun sin ella debemos continuar, pues como también
dijo el propio poeta Porchia, en uno de los poemas bajo el puente: Nadie puede no ir más allá. Y más allá hay
un abismo. Y cruzamos el puente.
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