miércoles, enero 11, 2017

Aeropuerto

No sé qué puede hacer un taller de poesía en un aeropuerto. Los vuelos son mecánicos. Un ruido de horror surca los aires y llueve la espera sobre los asientos. Gente atareada, siempre gente atareada. Un sol diáfano no altera sus corazones, nadie entiende el color de la mañana; sólo los relojes: un atolladero de manillas, de números electrónicos. Éste, claro, es un aeropuerto de provincia trae mercachifles apurados con sus canastas y cajas: mercadería de sobrevivencia. En la cafetería una joven da de mamar a su niño, los senos son el alimento de la consciencia. Sí. Basta un pezón lácteo y podríamos llenar el cosmos. La consciencia es la abertura de ángulo que nos pertenece. Aquí es el gran salón, también la palabra. ¡Oh!, he olvidado el taller. La poesía, amedrentada, ha enroscado su cuerpo de agua (ella también guarda sus cuerpos) y se ha escondido adentro, detrás de las dunas, inmersa en la arena interior.
Si se sale del sueño, el viajero se encuentra con los diarios. "Tome las noticias, señor, sea El Informado, El Postmoderno culto. Entérese de la muerte, señor, haga cálculos sobre el dinero de los otros. Sepa de las mentiras. Ingrese a nosotros. Ilusiónese con nuestro objetivo: aparezca también entre los titulares". Y los diarios vienen con sus tamaños tabloide ocultando la cara de los otros. Buscan el horóscopo: "Piscis, la luna le anuncia trabajos forzados, una mujer de ojos profundos será el comienzo del infierno".
Recuerdo los brazos entregados a los perros y la corbata agobiante de Ariel Pérez, mi antiguo compañero del taller que, junto a Juan Carlos Ramiro Quiroga, llamamos “Club del Café o del Ajenjo”, allá el siglo pasado y sus “Errores Compartidos”, de hermosa memoria. Los poemas pueden ser gritos. Ninguno despeja el temor de la muerte. Así veo como ella, esa muerte, se pasea rondando la mirada temerosa de la gente, y todos guardan para sí los más diversos conjuros que la alejen. Yo, al contrario, comienzo por llamarla con voz baja, susurrando. Ella se aproxima. Tiene los ojos limpios. Yo la oigo decir:

Por el pasillo transitan.
llegan
parten
un día a las siete / otro invierno a las diez.

Entonces abre la mano, noto que es una palma sin arrugas, como una hoja en blanco. 
A todo esto, las bocinas anuncian el tránsito de los vuelos y señalan las puertas. Entonces giro y levanto la vista. Al otro lado del salón, también un otro usa una máquina para escribir, pequeña, abierta. Adivino su pantalla y su teclado. Digo:

1. Soy yo mismo. El espejo es enorme.
2. Es un duplicado. Escribimos un mismo poema.
3. Es un periodista: Inventor de noticias.
4. Escribe un informe. Comentarios de negocios.
5. Hace cuadros, tablas, números. Cree en los resultados.
6. No es nadie. Quiere mostrar que escribe.
7. Ese del frente es una mentira necesaria para continuarme (esto nadie lo sabe, sino ¿cómo resistir?)

A mi costado está un grupo de extranjeros. Alemanes quizás. No entiendo lo que dicen. A falta de un traductor me reduzco a oírlos como cortina de fondo. También este texto transcurre ininteligible y es probable que si alguien lo obtiene se limite a leerlo. Entonces sabré que este taller, una experiencia de aeropuerto, habrá encontrado su pasajero, transeúnte fugaz, acaso un cándido poeta, presionado por alcanzar el viaje justo.
Imagen: Mirando al aeropuerto - C. Izara
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