domingo, enero 16, 2011

Purgatorio I

Ma Virgilio n'avea lasciati scemi
di sé, Virgilio dolcissimo patre,
Virgilio a cui per mia salute die'mi;

né quantunque perdeo l'antica matre,
valse a le guance nette di rugiada,
che, lagrimando, non tornasser atre.

Dante
La Comedia, Purgatorio, Canto XXX

¿Son el límite del dolor estas paredes blancas? ¿He perdido el camino que el ángel indicó? ¿Era ésta la ruta por la que ascendimos, Dante al frente, Estacio atrás, los pasos lentos como las suaves ondas del tiempo cuando Sexto Propercio, Horacio y yo lanzábamos pedruscos sobre la laguna artificial que nos regaló Cayo Mecenas?

Y esta intolerable angustia por un rostro. El estremecimiento que produce en mí Matilde, es decir, aquel nombre como sonoro gong -¿dónde aprendí esa palabra?- dentro del alma. ¿Qué es esto?

¿Cómo puede suceder que el sol, astro que en su noble obediencia emerge sereno desde el oriente todos los días, se conmocione inexplicable y huya desesperado de sí hecho una tromba que estalla, feroz tormenta, transformándose en noche profunda, enloquecida de luces y nubes intensas, cayendo insensatas en púrpura, amarillo y naranja sobre las formas de las cosas? ¿De dónde viene tanto estupor, esta emoción ya olvidada, el fuego enardeciendo los huesos ausentes, y la sangre que ya no está golpeando un corazón que es de viento, como si fuera ayer entre las olas celestes del mar bajo la silente y clara luna de entonces?

¿Qué me pasa? ¿Qué mueve a este espíritu apenas ayer profundamente resignado a la condena de morar por siempre en los infiernos? ¿Cómo se sembró la esperanza, esa inútil semilla ajena a nuestras almas escarmentadas, en las que su sentencia es morir en tierra infecunda?

Regreso ahora entre la cañada del Purgatorio, sabiendo que mis pasos han perdido el aplomo, que mi cuerpo etéreo de alguna manera ha ganado densidad gracias al deseo. Siento en mis entrañas recobradas como si de repente regresaran a mí las viejas cuitas, las mañanas imaginando tener amor entre mis brazos, celando el contorno de las féminas caderas, la ruta mortal del amado monte de Venus. Siento vértigos que había olvidado. Mientras cercana, en la llanura, la muralla de fuego me amenaza, como si pudiera abrasarme, como si mi cuerpo mortal me acompañara. -¡Ay, Virgilio! –me digo –qué ha sido de ti, qué han hecho de ti, qué Maltilde mata ahora, qué paraíso vislumbrado sueñas, calla al fin que no es tu tiempo, que hay mucha condena en la árida celda destinada.
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