martes, enero 04, 2011

Años once y medio

Cuando tenía once pensaba que el cambio de año se evidenciaba en mi reloj Citizen, uno de los primeros relojes electrónicos, que mostraba incesantemente en qué año te encontrabas. Así que el 31 de diciembre esperaba con ansias el cambio de fecha. Había un golpe de gracia. Un vértigo en ese cambio de año no provocado, sino natural –pensaba yo- del calendario del reloj. Este mito, con el paso del mismo tiempo, se ha ido desvaneciendo, y pasar de año ya no tiene la contundencia ni la emoción de los primeros. Pero no se puede evitar imaginar un futuro inmediato que debería traer cambios para mejor, alegrías, riquezas y cuantos deseos han creado los días, desbordantes de apremios por vender. ¿Quién podrá entonces pensar que ese mejorar podría estar ligado a dejar de ser, a cambiar de nivel de ser? El abandonar cosas es todo lo contrario a la publicidad.

He visto un caracol que durante bastante tiempo, horas, se traslada penosamente desde el borde del jardín, sale por debajo de la reja, y se acerca hasta unos doce centímetros del granado, todavía arbusto, que crece en el frontis de mi casa. Allí el granado ha florecido, las flores son de un naranja mágico y encendido, y se endiosan con la maravilla de nacer. El caracol, que no ha abandonado su coraza en la espalda, se detiene y queda paralizado, inmóvil, perplejo –diría yo- imposibilitado de alcanzar la belleza.

Dejar la carga que tanto amamos, sin saber que es carga. Regresar a nuestra humilde condición de gusano, y no de arrogante caracol con casa, esa es la misión. ¿Podremos comprenderla?

Entonces, para mirar más ampliamente, recuerdo el haiku de Matsuo Bashō:

Al Fuji subes
lento vas pero subes
caracolito


Luego los años llegan certeros como pedregones, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011…

Quién sabe si en la cima de la montaña espera el anhelado estado de oruga, paso anterior al de mariposa. Libre y bella por veinticuatro horas.
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