Lo limpio mata el amor
¿Quién no ha sufrido por un gazapo? Este mundo donde la velocidad nos compele a escribir sobre el teclado, donde nuestro cerebro se enreda en dislexias insospechadas, los gazapos son más frecuentes de lo que podemos tolerar. Y cuando suceden es una máquina de torturas. La imagen del escritor está en juego, su cierto prestigio, expuesto como está, el yerro que por inadvertencia deja escapar quien escribe o habla es como aceite hirviendo sobre la piel. Y entonces el gazapo lastima en buena manera el proyecto. Si lo que queríamos era un lenguaje de cuerpo intenso, aquí se debilita y es como una cuerda que ha perdido varios hilos. Pero si se trata del discurso amoroso, si el gazapo lo cometimos con la amada, la cosa se pondrá mucho peor. ¿Qué le dijimos que no queríamos decir? Los débiles hilos que nos unen a la esperanza de que nos mire amorosamente se destruyen y de repente como los títeres perdemos movilidad en un brazo, probablemente el más útil, el que sirve para tomarla de la mano y besar sus dedos y luego acariciar su mejilla con gran anhelo, sin que ella sepa nada de nuestros íntimos sentimientos. Un viento helado del Sur debería congelar los gazapos y un editor celestial experto en el software de las cosas que se dicen debería borrar esos yerros. Así el texto sería limpio. Así el discurso del amor sería impoluto; pero entonces grave escenario: todo ese barro que hace que lo imperfecto sea el centro de la pasión desaparecería y una gran desazón cundiría por nuestras venas. Así la posibilidad que se esconde en el error habría desaparecido, y ya jamás podría decirle que la amo como la amo, ya no tendría capacidad para expresar mi deseo, tan lleno de yerros y hierros que lo apresan, por ella, mi extraña forma de esperar que me ame, porque, qué duda cabe, entre los fragmentos del discurso amoroso, lo limpio mata el amor.
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