Mina de Oro
Vos probablemente nunca has sido minero. En una
mina, especialmente si es de oro, todo está magnetizado. Hay un no sé qué en el
ambiente. Y, cuando llueve, las cosas se paralizan, los caminos se desmoronan,
nadie puede tomar ni una pizca del mineral, porque en estas zonas se pone
gredoso, intratable y feroz.
Entonces sabe a gloria la llamada de la Ernestina
con sus bateas de carne recién asada, y las bandejas de arroz y yuca. Los
mineros bajan hasta la cocina y se sientan sobre los leños, resabios del
embalaje de las grandes máquinas el tiempo que llegaron, que ya debe ser mucho
por el sarro de sus soportes. Se ponen a comer primero en silencio gracias al
hambre y luego eufóricos contando las hazañas de fulano y de zutano que
cambiaron algunas pepitas recién lavadas por mujeres y bebida en la cantina de
doña Marta. Mientras sus miradas se vuelven torvas porque saben que ellos no,
ellos trabajan para el patrón, que el oro le pertenece a otro. Pero la avidez
no muere y se masculla con las carnes que arrancan con furia de los costillares
de res como un ritual de venganza sincopada.
Los mineros tienen sus hogares precarios en el
pueblo, y a ellos regresan al final de la tarde, mientras los mosquitos azuzan.
No tienen más anhelo que los alcoholes del viernes; pero los días de lluvia
entran y salen sin oficio ni beneficio, y las mujeres resguardan el único rincón
seco para sus hijos.
Los otros días, los días de sol, se ve desde lejos
a los mineros de la planta afanados en medio de una polvareda de los mil
demonios que te entra por las narinas hasta llegar a alguna parte del alma,
entonces tus pocas luminosidades quedan atoradas y una oscuridad de codicia
abarca las miradas. Se puede sentir en cada brazo la necesidad de las chispas
de oro, que quedaron fijas en tus impresiones de cuando los garimperos bateaban
con gran habilidad la rica arena y se iban depositando las pepitas sobre el sombrero
de bronce.
Cuando el mineral ha sido procesado, la carga que
se obtiene parece como si tuviera sombras, todos saben que es muy rica, que
bastaría una bateada habilosa para convertirla en relucientes granitos del
metal amarillo, que algunos van a colocar en sus cajas de plástico para
venderlo en la ciudad, haciendo cola ante el joyero. Pero aquí el patrón manda
mezclar la carga con mercurio, y el tambor gira que gira. Ahora bastará el
fuego, el fuego del soplete para reducir todo a lingotes, riqueza inaccesible,
apilada para llevar a Santa Cruz. Yo he visto surgir del fuego el río de oro.
Todos conocen el sentido del oro, mientras la tarde se enfurece y llueve, acaso
porque los espíritus elementales intentan frenar la rapiña de ese mineral
tomado de sus dominios sin permiso y sin bendición. Vaya a saber quién, por qué
caen los rayos y el cielo estalla en trompetas de trueno que hacen temblar
hasta los huesos.
Entonces los ojos se bajan, se mira la tierra y
comprendemos que ningún polvo es tan valioso, porque de él provenimos, y a él
regresamos, inevitables, como material de desecho, colas de la gran minería del
mundo, que no produce oro, sino que se devora a sí misma, para emitir las
radiaciones que le corresponden, y donde nosotros no tenemos parte en el
negocio, de modo que salimos urgidos, plomo de desecho, por su enorme
alcantarilla.
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