El país invisible
Por extraño que parezca, no cualquiera puede penetrar al país invisible. Nosotros lo hicimos acurrucados en una vagoneta del transporte público. Pues se ha de saber que dicho país está escondido en medio de la cordillera y sólo presto a quienes tienen ojos para verlo. Durante el viaje, las laderas se van transformando imperceptible-mente, la paja brava amarilla va tomando colores de leves acuarelas verdes, como si la agresiva formación de sus tallos-clavos, firmes en las colinas, se fuera transformando en un tul de novia dispuesta. Para entonces ya se ha cruzado montaña adentro hasta que se abre maternal en lo que nuestra imaginación dice irá a terminar en valle, mientras la carretera se pierde hacia abajo, tras una espesa niebla que cubre toda la abertura.
Miro al conductor desde mi posición, veo su nuca erecta, sus orejas atentas, y no encuentro ningún signo de sorpresa. El hombre sigue manejando, aferrado al volante como si nada sucediera mientras nos hundimos en ese mar incalculable de niebla. Los otros pasajeros parecen ensimismados, los ojos abandonados, han perdido la capacidad del asombro que produce estos portales que nos trasplantan, ahora lo sé bien, a través del espacio y del tiempo, hacia lo que aún permanecía impalpable, recóndito. Pasados unos minutos, todo se aclara y ya estamos debajo. Un paisaje de maravilla se despabila en medio de laderas cubiertas de vegetación. La humedad parece haber bendecido el ambiente, ahora oscurecido por un largo túnel: del otro lado están Los Yungas.
Más tarde, luego de una encrucijada, cambiamos de transporte para llegar a nuestro destino. En él nos internamos por una angosta senda que se desbarranca en medio de los matorrales. La radio retransmitía un discurso de campaña electoral de Evo Morales, dispuesto a la reelección, a todo volumen, hasta que la vieja vagoneta reventó una llanta, y como es costumbre por estas provincias, casi nadie lleva una de auxilio. Ayudamos a arrinconar el cacharro a la vera del angosto camino de tierra. El chofer nos informa que la ayuda demorará en llegar, así que decidimos hacer el último tramo del trayecto a pie. El ambiente es caluroso y húmedo. Al fondo del desfiladero corre un río poderoso. Una casa azul casi oculta por el recodo es el único vestigio de vida humana. Arrastrando las maletas cruzamos pequeños riachuelos de agua y piedras y puentes: el camino se hace verdadero. Después vendrá el hotel Río Selva con sus piscinas y sus veleidades modernas, oxímoron incrustado en Pacalla, pequeño poblado rural, mundo en el que la gente sigue su ritmo histórico diferente y cansino. Por encima, mil metros más arriba, en el tope de la colina, se derraman las casas donde habitan las cuatro mil almas de Coroico, y sus calles pintorescas y su tiempo detenido como en mil novecientos sesenta. Desde allí el paisaje se divierte en mostrar varios caseríos arañando las laderas. La vieja tendera ha comentado que desde esos lugares se trae el profundo aroma de café que ancestralmente bendice las tazas de los coroiqueños y buena coca, mientras nos entrega una barra de chocolate, cosecha de la zona. Yo no puedo dejar de pensar que todo esto sucede y nos sucede en aquellos parajes que forman, qué duda cabe, el país invisible. Ese que no se ve, a causa de la niebla.
Miro al conductor desde mi posición, veo su nuca erecta, sus orejas atentas, y no encuentro ningún signo de sorpresa. El hombre sigue manejando, aferrado al volante como si nada sucediera mientras nos hundimos en ese mar incalculable de niebla. Los otros pasajeros parecen ensimismados, los ojos abandonados, han perdido la capacidad del asombro que produce estos portales que nos trasplantan, ahora lo sé bien, a través del espacio y del tiempo, hacia lo que aún permanecía impalpable, recóndito. Pasados unos minutos, todo se aclara y ya estamos debajo. Un paisaje de maravilla se despabila en medio de laderas cubiertas de vegetación. La humedad parece haber bendecido el ambiente, ahora oscurecido por un largo túnel: del otro lado están Los Yungas.
Más tarde, luego de una encrucijada, cambiamos de transporte para llegar a nuestro destino. En él nos internamos por una angosta senda que se desbarranca en medio de los matorrales. La radio retransmitía un discurso de campaña electoral de Evo Morales, dispuesto a la reelección, a todo volumen, hasta que la vieja vagoneta reventó una llanta, y como es costumbre por estas provincias, casi nadie lleva una de auxilio. Ayudamos a arrinconar el cacharro a la vera del angosto camino de tierra. El chofer nos informa que la ayuda demorará en llegar, así que decidimos hacer el último tramo del trayecto a pie. El ambiente es caluroso y húmedo. Al fondo del desfiladero corre un río poderoso. Una casa azul casi oculta por el recodo es el único vestigio de vida humana. Arrastrando las maletas cruzamos pequeños riachuelos de agua y piedras y puentes: el camino se hace verdadero. Después vendrá el hotel Río Selva con sus piscinas y sus veleidades modernas, oxímoron incrustado en Pacalla, pequeño poblado rural, mundo en el que la gente sigue su ritmo histórico diferente y cansino. Por encima, mil metros más arriba, en el tope de la colina, se derraman las casas donde habitan las cuatro mil almas de Coroico, y sus calles pintorescas y su tiempo detenido como en mil novecientos sesenta. Desde allí el paisaje se divierte en mostrar varios caseríos arañando las laderas. La vieja tendera ha comentado que desde esos lugares se trae el profundo aroma de café que ancestralmente bendice las tazas de los coroiqueños y buena coca, mientras nos entrega una barra de chocolate, cosecha de la zona. Yo no puedo dejar de pensar que todo esto sucede y nos sucede en aquellos parajes que forman, qué duda cabe, el país invisible. Ese que no se ve, a causa de la niebla.
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