La casa de las escogidas
En la casa de las escogidas moran beldades de alma trabajada.
Doncellas con voces de pájaros multicolores. Ligeras y recatadas. Sus cantos se elevan al alba hasta que nace poderoso el sol y al lago acuden infinitos arroyos en coro de aguas, se levantan blancas aves, mientras el viento sonríe acariciando totorales.
Se ha visto entre las paredes interiores de la casa, otras, que se guardan como semilla del amor y de la buena suerte. Sin mácula. Prevenidos estamos de su belleza, pues guardan el veneno para quien las tome y la protección para los afortunados que las lleven.
Doncellas con voces de pájaros multicolores. Ligeras y recatadas. Sus cantos se elevan al alba hasta que nace poderoso el sol y al lago acuden infinitos arroyos en coro de aguas, se levantan blancas aves, mientras el viento sonríe acariciando totorales.
Se ha visto entre las paredes interiores de la casa, otras, que se guardan como semilla del amor y de la buena suerte. Sin mácula. Prevenidos estamos de su belleza, pues guardan el veneno para quien las tome y la protección para los afortunados que las lleven.
Y todavía viven en la mejor parte de la casa, las yurac, en medio de jardines y fuentes de agua. Se dice que estas mujeres castas son de tez delicada. Sagradas y cuidadas a la sombra. Ningún varón, que yo sepa las ha visto. Están hechas de luz, lo cual ya ciega.
Muchas otras hay igualmente hermosas y esmeradas, puertas del paraíso.
Todas han sido iniciadas en los misterios del Dios. Son sacerdotisas. Tejen día y noche curiosos mantos y túnicas virtuosas. Sólo el hombre que se escudriña a sí mismo y de hacerlo muere –quién nos diera la lámpara correcta para buscarlo- sabe usar la llave.
Todo esto en la isla, mucho más allá de los rojos quinuales, en medio del azul, ya se sabe, color de Copacabana.
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