Apsara
Compartir, en literatura, es acaso la mayor necesidad que la sostiene. Si algo nos deslumbra, de inmediato deseamos que a un tercero le suceda lo mismo. El verdadero regocijo de la literatura se esconde en el hecho que un texto que nosotros leemos suponemos que en algún momento impreciso ha sido trajinado por un otro, también perturbado, también perplejo, o acaso -ah la codicia de lo futuro-, que será leído por un nonato, un lector del mañana, todavía libre del acertijo, todavía célibe, como herencia prodigiosa.
Hoy realizo ese acto. Allá por los años de 1993 o 94, cuando publicábamos en Cochabamba el suplemento literario "El Pabellón del Vacío", siendo como era un homenaje a José Lezama Lima, pasaron por mis manos, gracias a Álvaro Antezana, uno de los tres editores, junto a Vilma Tapia Anaya, varios volúmenes del autor cubano. De ellos, no puedo olvidar "La cantidad hechizada", que guarda un fragmento misterioso, casi todo Lezama lo es, donde se habla de una Apsara. No precisamente de aquella imagen que nos trae la mitología india, sino una transformada por la mirada occidental, una Apsara del periodo greco búdico. Desconocemos la obra de arte a la que el poeta se refiere, anónima, como si fuera parte de un museo que la imaginación -o las imágenes de su imaginario cultural- habrían creado. En él el erotismo no existe, sino como peligro y victoria. Como si la imagen sobre el frío marmol, ahora literaria, hubiese podido guardar un instante sagrado, es decir, verdaderamente divino.
Hoy realizo ese acto. Allá por los años de 1993 o 94, cuando publicábamos en Cochabamba el suplemento literario "El Pabellón del Vacío", siendo como era un homenaje a José Lezama Lima, pasaron por mis manos, gracias a Álvaro Antezana, uno de los tres editores, junto a Vilma Tapia Anaya, varios volúmenes del autor cubano. De ellos, no puedo olvidar "La cantidad hechizada", que guarda un fragmento misterioso, casi todo Lezama lo es, donde se habla de una Apsara. No precisamente de aquella imagen que nos trae la mitología india, sino una transformada por la mirada occidental, una Apsara del periodo greco búdico. Desconocemos la obra de arte a la que el poeta se refiere, anónima, como si fuera parte de un museo que la imaginación -o las imágenes de su imaginario cultural- habrían creado. En él el erotismo no existe, sino como peligro y victoria. Como si la imagen sobre el frío marmol, ahora literaria, hubiese podido guardar un instante sagrado, es decir, verdaderamente divino.
"Veamos en una escultura del periodo helénico búdico, la dama de las manos finas, Apsara.
Un escorpión resbala por la canal voluptuosa de uno de sus muslos. Aceptamos la ley primera de esa escultura, lograr la afinación danzante de una de sus manos. Pero la otra mano, lejos de seguir el rastro tourmenté del escorpión, se cruza sobre el pecho, como sobrecogida de la serpentina perfección de una mano, del voluptuoso paseo del scorpio por la teoría rosa.
Su enigma fuera de causalidad habitable, parece reflejarse en su rostro, que contempla la penetración voluptuosa de una de sus manos, mientras es invadido por la otra deliciosa búsqueda del escorpión. Apsara, dama gozosa, se entretiene en el ritmo de sus dedos, mientras se sobrecoge al ver que es apetecida por la ajena voluptuosidad. Terror al sentirse en el centro de un ajeno destino, que tiembla."
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