jueves, abril 10, 2008

Testamento


La tarde se oscurece llena de mariposas de oro
como una avalancha de hojas arrancadas al verano.
Así recibo fuerte fin a tu lado en el valle alto
ya se oye a mi muerte –crujiendo- llegar en gran caballo.

Nací, Octavio Alas de Canedo, señor de Lobo Rancho
y hasta donde van nuestras miradas son mías las chacras
también las mujeres de grandes y prodigiosos pechos
y los peones que llevan el trigo en sus espaldas de indio
de mí los caseríos, las sendas, los violentos ríos
entre las quebradas, la miel y los enjambres de abejas.

¿Ves cómo son los muchos vientos que arrastran a los hombres?
Nada queda y me queda todo: el mundo se va cerrando.
Abre las ventanas, que entre el alud negro de agua y tiempo
y se lleve mi garganta que cantó por un momento
la navaja de la ausencia, el cruel juego de la palabra
tu piel tan nueva y el reír y las voces de los muertos.

En los nombres que me precedieron, títulos muy nobles
lee Jaime, Franz, Edmundo, José Eduardo, Oscar y Ricardo
Arturo Borda, ávido por los ácidos de La Paz
cada uno oculto en la capilla de Santa Vera Cruz.

Cuida que éste, aún mi cuerpo, ocupe un lugar entre esa gente
para que las cenizas guarden de mí la inútil seña
de gran fama y tesoros y fuego y memoria y olvidos.

Pues nadie conoce cómo será el golpe de la muerte
y uno camina perdido entre los días, chato o grande
escribiendo el rol de un papel que en sí representa fiero
por ser el mismo aquel que le dijeron, o sea, Octavio
y si no ¿qué o quién puedo ser, mejor que Alas de Canedo?

Morir creyendo que al cortarse el hilo todo es eterno
las agujas y el sonido de la luz contra mis ojos
el martes que te amé en la casa de la calle Argentina
el abrazo de mi padre, las buenas noches de enero
y sin tocar la luna, vida dada como humo ciego.
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