El aparapita nuestro de cada día
¿Por qué uno se acuerda de repente de algunas impresiones irrelevantes, impresiones que no tienen nada de singular?
Probablemente en Trinidad, Beni, fines de 1972, la imagen de mi prima Giovanni cruzando la entrada del jardín de la casa detenida como una fotografía, justo debajo de la palmera. Un rayo de sol invade su hombro derecho. Eso es todo. Esta imagen, dependiendo de las circunstancias en que la evoque traerá su retahíla de reminiscencias, por ejemplo, ahora, de súbito, viene a mi laberíntica memoria –acaso toda memoria lo sea- que detrás de la casa teníamos un gallinero de ponedoras donde mi abuela espera armada de una canasta con paciencia cada huevo, antes de que el ave desquiciada por no sé qué enfermedad de corral se lo devore.
En 1975 metido en un vuelo de avión cruzando probablemente los yungas las nubes hacen una interminable alfombra blanca bajo nuestros ojos. Esa ocultación, el misterio que se guarda tras el velo me hacen imaginar una obra literaria, escribir sobre la colosal construcción de un pueblo de los Andes.
Remoto ya 1957, sentado ante una pequeña mesa en la que almorzábamos los tres hermanos, viendo el universo gigantesco de nuestros padres que transcurre por arriba, pensando quizás en el helicóptero propulsado por una liga que se enrosca y que desaparece entre los arbustos del patio posterior de nuestra casa en Buenos Aires, ahora sé que fue en el barrio de Olivos, que primero se llamó Paraje de Olivos, según registra el acta del Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires el 19 de febrero de 1770, mucho antes de aquel 19 de febrero de 1925, fecha en que naciera mi padre. Y vemos cómo la memoria en este momento hace uso y abuso de las referencias textuales, e históricas, como si se tratara de un entretejido de recuerdos, cuando solo son eso: el contexto aplicado a una impresión aislada.
En 1968 corriendo hacia un vallado hecho de tierra, promontorios que servían para dividir los predios, en medio del campo, acaso en Suticollo, por Sipe Sipe, acomodarme sobre la cerca y sentir la invasión de una nostalgia (todavía no sé con claridad cómo se puede abrigar aquello a los 11 años) que no sé de donde viene, percibir que trasciendo ese momento.
Saltando, acaso en 1965, colgado de una liana, a la poza transparente de agua del río que cruza Roboré. Acto que me trae los infinitos juegos de niños, el cine-heladería Víctor, el pueblo visto desde los enormes paquioces chiquitanos como una estación de tren bellamente poblada.
Y así, una por una puedo ir extrayéndolas como si se tratara de un cajón de presencias, no de fotografías, ni videos, ni aguafuertes, ni dibujos.
¿Qué significan ese cúmulo de impresiones azarosas, inconexas, desperdigadas?
Acaso el aparapita que viste de esos girones es otro, alguien que se va alejando día a día hacia la vejez, hacia la disolución. Éste que escribe y que muere en cada frase lo descubre claramente como a ese don nadie que está hecho de costuras, y que de un día para otro se enterrará en su ropaje de retazos. ¿Quién quedará finalmente? ¿Será aquél que me habita, que no es ninguno de los otros, ni el postillón que brega con el día a día, ni el aparapita bajo el pesado fardo que le han endilgado los años, ni siquiera éste que escribe, sino ese uno, ese imponente? ¿Quién no diera por escuchar su voz?, pero su verbo es de fuego, ¿quién no diera por recibir su guía?, pero su guía está hecha de sueños, ¿quién no diera por mirarlo?, pero su figura provee una luz ante la cual muy pocos están preparados, y vive allí habitando, mientras su silencio abarca las respuestas a esta misma pregunta, permanente, lúcido y vital, a pesar del musgo, del polvo de estrellas, de las múltiples agonías y de toda la humana literatura?
En 1975 metido en un vuelo de avión cruzando probablemente los yungas las nubes hacen una interminable alfombra blanca bajo nuestros ojos. Esa ocultación, el misterio que se guarda tras el velo me hacen imaginar una obra literaria, escribir sobre la colosal construcción de un pueblo de los Andes.
Remoto ya 1957, sentado ante una pequeña mesa en la que almorzábamos los tres hermanos, viendo el universo gigantesco de nuestros padres que transcurre por arriba, pensando quizás en el helicóptero propulsado por una liga que se enrosca y que desaparece entre los arbustos del patio posterior de nuestra casa en Buenos Aires, ahora sé que fue en el barrio de Olivos, que primero se llamó Paraje de Olivos, según registra el acta del Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires el 19 de febrero de 1770, mucho antes de aquel 19 de febrero de 1925, fecha en que naciera mi padre. Y vemos cómo la memoria en este momento hace uso y abuso de las referencias textuales, e históricas, como si se tratara de un entretejido de recuerdos, cuando solo son eso: el contexto aplicado a una impresión aislada.
En 1968 corriendo hacia un vallado hecho de tierra, promontorios que servían para dividir los predios, en medio del campo, acaso en Suticollo, por Sipe Sipe, acomodarme sobre la cerca y sentir la invasión de una nostalgia (todavía no sé con claridad cómo se puede abrigar aquello a los 11 años) que no sé de donde viene, percibir que trasciendo ese momento.
Saltando, acaso en 1965, colgado de una liana, a la poza transparente de agua del río que cruza Roboré. Acto que me trae los infinitos juegos de niños, el cine-heladería Víctor, el pueblo visto desde los enormes paquioces chiquitanos como una estación de tren bellamente poblada.
Y así, una por una puedo ir extrayéndolas como si se tratara de un cajón de presencias, no de fotografías, ni videos, ni aguafuertes, ni dibujos.
¿Qué significan ese cúmulo de impresiones azarosas, inconexas, desperdigadas?
Acaso el aparapita que viste de esos girones es otro, alguien que se va alejando día a día hacia la vejez, hacia la disolución. Éste que escribe y que muere en cada frase lo descubre claramente como a ese don nadie que está hecho de costuras, y que de un día para otro se enterrará en su ropaje de retazos. ¿Quién quedará finalmente? ¿Será aquél que me habita, que no es ninguno de los otros, ni el postillón que brega con el día a día, ni el aparapita bajo el pesado fardo que le han endilgado los años, ni siquiera éste que escribe, sino ese uno, ese imponente? ¿Quién no diera por escuchar su voz?, pero su verbo es de fuego, ¿quién no diera por recibir su guía?, pero su guía está hecha de sueños, ¿quién no diera por mirarlo?, pero su figura provee una luz ante la cual muy pocos están preparados, y vive allí habitando, mientras su silencio abarca las respuestas a esta misma pregunta, permanente, lúcido y vital, a pesar del musgo, del polvo de estrellas, de las múltiples agonías y de toda la humana literatura?
*El Yatiri, oleo sobre lienzo. Arturo Borda, 1918
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