lunes, abril 08, 2013

Historia de camellos o Los textos obscenos (Segunda Edición)

Sé callado en tus asuntos
pues el hombre es comprendido en su silencio;
y empéñate en hablar sinceramente,
pues ésa es la más pura de las artes.
Ah, cuántas veces la desgracia vence
la certeza del hombre más seguro.

Abūl-‘Atāhiya















Hablar sobre la obra de uno mismo tiene dos connotaciones terribles. La primera es la miopía con la que estamos lastimados quienes queremos mirarnos a nosotros mismos, con tan escaso conocimiento de nuestros interiores, y la segunda es la vergüenza que implica revelar las astucias que los escritores usamos para armar nuestros entramados –fascinadores modernos- llenos de las voces de los otros. Me pareció pues, en esta ocasión, útil referirme a la conocida historia de Alí Babá, pero dado que estamos entre narradores y poetas, insertaré historias sobre las historias.

Bagdad en el siglo IX todavía guardaba las memorias del esplendor de la vieja Babilonia: elegancia y poesía eran entonces moneda corriente entre los jardines de los palacios, tal y como nos lo describe Al-Waššā’ en su memorable Historia del Brocado. Así que no puedo menos que imaginar que en sus soberbios salones algún narrador embelesaba a su audiencia, vestido de finísimas camisas y gruesa túnica del mejor lino, levantando acas
o el índice donde brilla la roja coralina, mientras sus ademanes invaden la atmósfera con ámbar de Bahrain, la historia que en Siria circulaba del codicioso Qasín, atrapado y muerto en la cueva de los ladrones.

Claro que nada sería esta historia sin la maravilla de lo que le sucedió al leñador Alí, pobre de hacienda, hermano del lesionado, quien un día, probablemente escondido en la copa de un cedro del Líbano, descubrió un tesoro incalculable, fruto de la rapiña de forajidos que por generaciones, desde los tiempos babilónicos había sido acumulado en el interior de una roca sólida que se abría ante la vocalización de un mantra majestuoso.

El leñador en conocimiento de la oración mágica pudo ingresar a la cueva y llenando las alforjas de sus tres camellos (la historia hablaba de jumentos, pero el abasí prefirió nombrar al noble animal que con altiva mirada cruza el desierto) trasladó suficientes joyas que compartió entre los suyos. Y luego de la muerte de los cuarenta bandidos cocinados en aceite por ayuda de su esclava Murgana, que le era fiel, cosa que al cuentista de Bagdad le parecía más rutilante que la hermosura, el discreto Alí pudo recurrir a la guarida cuantas veces le fue necesario; haya querido el cuentista que a nuestro Alí le asista la prudencia, para así, sabiamente, llegar hasta los caudales y elegir las joyas que le parecieran más adecuadas de revelar entre su gente.

Al final del cuento, el narrador observó amablemente a los amanuenses que atentos copiaban las palabras de la historia, y entonces sonrojándose –porque los elegantes lo hacen cuando hablan de sí mismos- se atrevió a agregar que la historia de Alí era una parábola que representa al cuentista que utiliza las copas del tesoro de la humanidad –oculto por los malhechores, cuyos nombres ha consignado el tiempo, tales Soberbia, Pereza, Envidia, y otros que no quería acordarse. Tesoro que no es otro que la sabiduría de los siglos, para ofrecer el vino de sus historias, revelando que cada narrador elije las copas que hacen a su rayo, pero que también forja, en su pequeño taller, al fuego de los leños que trabajosamente reúne, impenitente, nuevas copas en base a las antiguas.

Esta parábola me movió a meditación, y la luz iluminó los modestos trabajos que hasta el día de hoy he ejecutado. Y deduciendo que las copas de las que hablaba el abasí, representan los cálices en que libaron mis nobles precursores, Dante Alhigieri, Jorge Luis Borges, Franz Kafka, Arturo Borda, Jaime Saenz, Isadore Ducasse, el Conde de Lautréamont, el anónimo autor de la Torá, y otros, acudieron en mi ayuda. De esa manera, comprendí en seguida que las copas inscritas con esos nombres habían hecho parte de las alforjas con las que cargué a los camellos de mi obra: Tamil, El olor de las llaves, El huésped, El lugar imperfecto, y mis siete libros de poemas.

Aunque en este punto, y en honor a la verdad, es necesario mencionar que toda obra tiene su puerta de ingreso y su palabra de pase. El Pabellón del Vacío fue el nombre que pusimos al suplemento literario que diseñamos, producimos y dirigimos, y que por 33 semanas, con Vilma Tapia Anaya y Álvaro Antezana publicamos en Cochabamba, adosado al periódico Opinión, entre 1993 y 1994. Esa fue mi escuela poética y literaria. Allí fuimos en busca del extraño ángel que hace a las letras. Y el esfuerzo continuo, que casi me costó el precio de un apartamento, que había vendido en La Paz, y gracias a lo cual pude mantenerme, hicieron el resto. Así descubrí que el verbo no es gratuito, pero que su costo vale la pena: creces.

Y aquí es que cuando uno habla de arria, vienen a la mente los destinos. En ese sentido mi morada es esta ciudad de Santa Cruz, pero que nadie se engañe con pertenencias, y sí se refiera a residencia, porque siempre estoy llegando; así que para mí, en general, la emergencia del otro, el sabor de las nuevas experiencias, tienen un olorcillo a domicilio. Mi casa está donde yo llego y allí erijo mis torres, sin importar el tiempo que se vayan a quedar allí. Lo que ha ido sucediendo con los años es que mi territorio se ha ampliado y cada vez soy menos de algún lugar, y sí asumo el sitio donde llego, llámese éste ciudad, mujer, barrio virtual o cualquier destino. Mientras en la galería del pasado cuido los altares de lo que transcurrí, mi vitalidad me impele a gozar y sufrir de lo que tengo. Esto es porque soy un guerrero, y para el guerrero -ya lo decían los nórdicos- el paraíso es la batalla, luchar interminablemente es el modo de gozar. Esto es cierto solamente en la medida en que asumo al otro como parte de mi corazón.

Escribir es de alguna manera el secreto pasillo de nuestro goce, escribir como si se tratara de dibujar el mundo con el tintero, vieja práctica de la voluntad del querer intentar que nuestro rostro tome un contorno y podamos decir al fin, ya me conozco. Duro fracaso, no; más bien, camino.

«Tamil», al igual que el Ábrete Sésamo de Alí, es una palabra mágica. Pronunciada como debe ser en el mundo de los sueños ha permitido a este extraviado obtener señales para construir un mapa, el mapa que me llevaría de vuelta a casa, quiero decir, al paraíso perdido. Así, a partir de ese acto, este libro, rosa de los vientos, que data de 1994, y las sucesivas obras emprendidas se han erigido en representaciones geográficas, accidentes claros que me permiten ubicarme en el mundo del regreso.

«Tamil», entonces, trae la ceremonia de la celebración de la rosa, que no es otra que la celebración del destino. Es por esto que su composición en su fuero interior ha pretendido la trasgresión de los géneros, modificándose el poema en verso para transformarse en poema en prosa, luego migrar a prosa poética para concluir en lo estrictamente narrativo, es decir en el cuento. Así que la rosa se ha elaborado bajo el aliento poético y la respiración narrativa, dos luces que iluminan el escenario de toda literatura. Por tanto Tamil pretendió ser un ejercicio de las sustancias de la novela, como un alquimista que preparara las retortas, destiladores, redomas y los elementos antes de la transmutación.

«El olor de las llaves» nació de la idea de escribir una biografía novelada a la manera de los versículos de la Torá o Pentateuco, tanto es así que durante mucho tiempo tuvo el ridículo título de «Biblio Mío». Luego, la novela fue ganada de la invención, y las anécdotas personales se transformaron en historias de mi personaje, alter ego, que ahora vivía, en algunos pasajes, hechos que jamás sucedieron en la vida real, solamente en mi imaginación, pero supongo que se sabe que si alguien imagina algo, ese hecho, maravilla o escenario, maderas para un mequetrefe natural, de alguna manera ya existen.

«El huésped» es una novela que nació de la idea de imaginar el mundo como un hotel infinito en el que a cada uno se le asigna una habitación, y allí transcurre su existir reducido a un número de transitorio alojado. En esa estructura, el aliento de Kafka es más que evidente, y a partir de ese impulso la novela guarda la idea de contar la historia desde dentro del castillo, hacer el esfuerzo de penetrar en él, cosa que imagino cada uno de los lectores de Kafka habrá pretendido. Así que también intenté, a través de este trabajo, establecer un diálogo con el escritor praguense. ¿Qué es Kafka sino el esfuerzo de un hombre por encontrar a Dios, por descubrir en cada uno de los procesos de la vida esa luminiscencia que revelaría los hechos que aparecen inexplicables e inesperados y que nuestra inconsciencia no reconoce, haciéndonos ver el mundo como un lugar absurdo y laberíntico? El huésped sigue esa ruta, y en esa ruta se queda engarzado, quiera el Buda que, en el secreto recogimiento de la sala, o el sagrado rincón de la alcoba, cierto lector se estremezca con alguno de esos pasajes y su reflexión le brinde al menos una pequeña luz sobre los días, pues con ese acto esa novela se verá justificada. ¿Que también contiene una alegoría política del mundo? Verdadero. Hay quien ha querido encontrar influencia de Orwell en esas líneas, pero valga la oportunidad para aclarar que no he leído a tal autor y que, a pesar de la natural curiosidad que ahora me causa, no he trajinado ninguna de sus páginas; sin embargo, es posible que la influencia orweliana, por tratarse de un escritor bastante difundido desde hace tiempo, se encuentre en varias otras obras, y que ese ascendiente me haya llegado por otras vías. En lo que sí podemos encontrar una probabilidad y posibilidad es que, dado que 1984 ya hace parte del pasado, de cierta manera ya sepamos cómo es. Pero esta obra sería un triste esperpento sin la sombra que Jorge Luis Borges le ha dotado, pues Borges aparece aquí como una influencia en lo que a la cifra poética de mi narración se refiere, y en este punto deseo afirmar que todo narrador tiene una cifra poética que habrá que dilucidar, pues ¿qué obra literaria puede denominarse tal sin una cifra poética que guarde el misterio de su estética?

Isidore Ducasse, más conocido como el Conde de Lautréamont, autor de los famosos Cantos de Maldoror, es el libro más terrible que he leído en mi vida y que no sé si me animaré a releer: nos deja los dientes como castañuelas de lo duro que es, fuerte precursor de «El lugar imperfecto», trabajo que al lado del de ese francés nacido en Montevideo parece un coro de angelitos. Esta novela –así dicen que es el género- la encaré allá por 1999, y fue inicialmente una lista de temas a tratar, con la peregrina idea de pergeñar una lectura del mundo. Naturalmente, no pude desarrollarlo todo, aunque la obra se sintió redonda y satisfecha con las siete partes de las que consta. Si bien el Conde de Lautréamont dio el tono para este trabajo donde no se escatima hurgar en los vericuetos del alma, para desnudarnos de poses y mirarnos al espejo, Arturo Borda fue quien marco el estilo formal en cuanto hace a la manera que va un relato tras de otro, un ensayo tras de una alegoría, o algún defectuoso poema en prosa, que no se decide en ser ficción, o en ser poema. Es decir, siguió el lema de Borda: “Me avergüenzo de haber escrito lo anterior”, pero lo deja escrito, pero lo publica, y ahí está «El lugar imperfecto». Porque transcurrir por el infierno no es tarea sencilla, y mancha y cansa el brazo de los ejecutores. Aquí, los ladrones de la cueva son los lectores, todos decapitados por la escritura que, en las figuras de los personajes Lichtenberg y Ambroce Bierce, resulta ser el verdugo mortal. Pero sucede que –para sorpresa del autor, porque los personajes actúan más allá de la voluntad del propio autor- entre los lectores está la dama, su dama. Así que sumido en la angustia y el dolor, enseñoreado como un demiurgo, el autor procede a sanar y resucitar a cada uno de sus lectores –cual un gesto de crítica literaria que rechaza la sátira, para en su lugar coronar la ternura- , mas ahora, esta vez para probable desconcierto del lector, en un arranque de última dignidad, el autor sana a todos menos a una, precisamente a la dama, a la amada. Hemos asistido a una expiación ritual. Esta expresión guarda la cifra poética de la novela: la dama lo es todo, por la dama se hacen y rehacen los mundos. En este caso, de diferente manera que de lo que sucede en La Comedia de Dante Alighieri, pero acaso procurando el mismo leiv motiv poético. Pues es oportuno afirmar que el Dante es el poeta que me ha acompañado desde mis años infantiles, primero como nombre que se aprende para responder a una prueba de literatura, siendo, esto último, probablemente causa de haber llegado hasta sus obras, para descifrar su misterio, pero que, muy a pesar de haberlo leído, aprendido de memoria en más de un centenar de versos en su lengua original, en toscano –fíjense hasta dónde nos lleva la neurosis-, sigo teniéndolo tan lejano, como quien ve a un profeta de la antigüedad, que uno sabe que ha visto a Dios, pero siente que olvidó revelarlo verdaderamente.

Tal vez todo sea porque el escritor es como Antonio Porchia cuando dice: “Iría al paraíso, pero con mi infierno; solo, no”. Mientras que Dante nos invita a abandonar el infierno, a purificarnos, a romper con todo aquel discurso que se pregonaba con los poetas del siglo XIX, llamados poetas malditos, que nos llevaba a resolver la literatura como una especie de degradación, que gracias al ingenio merecía el cielo-infierno deseado.

Entonces uno se detiene. Detenerse es uno de los actos más importantes de la literatura. Y se detiene no a descansar, sino a beber, en este caso, en las copas ya nombradas, del vino de la poesía. Así fueron dibujándose los siete libros de poemas que he publicado. Un camino inicialmente errático, a veces cegado por aquella necesidad de ser poeta, con la que los tiempos de la literatura han herido a muchos.

A tientas, entonces, he ido escribiendo los poemas que hacen a mis dos primeros libros, pero luego de pasar por la experimentación del lenguaje, ya mencionado con «Tamil», como si hubiese respondido a una invocación, escuché la voz de los muertos. Es decir la voz no voz, lo que nos habla más allá de la cotidianidad, en un territorio no territorio, separado por un muro interminable hecho de los mismos muertos. Allí nació el poema en cinco partes que llamé «Desde el otro lado del oscuro espejo», y que expresa la aproximación de un desencarnado para emerger en la vida, es decir, una reencarnación. Los versos intentan capturar el lenguaje limitado, duro, sesgado, que podrían tener los cuerpos en su descenso a la materia.

El trabajo que durante un año, de 1994 a 1995, disciplinadamente, sostuvimos con Juan Carlos Ramiro Quiroga y Ariel Pérez fue fundamental para mi mirada poética. Un taller de poesía sin tallerista, tres poetas mirándose las caras y los poemas, desgarrándose en crítica y correcciones y observaciones mutuas. Este taller produjo el libro “Errores Compartidos” que incluye tres crónicas del taller, cada una escrita por cada quien, y los poemas producidos.

Los siguientes años, fueron se diría de recogimiento poético. Y de espacio de reflexión donde empecé a tomar consciencia que las venas profundas de la poesía boliviana tienen que ver con lo trascendente, y lindan en lo místico y en lo filosófico.

En Bolivia el poeta está muy ligado al entorno. Así que de una manera u otra éste se expresa a través de sus poemas. “Cantos desde un campo de mieses” inicia el siglo precisamente con un trabajo de 714 versos en un tono crítico, celebrador y profético al mismo tiempo. Un solo y extenso poema en homenaje a esta tierra, a sus poetas muertos, a su gente. Y quiero comentar, para que se comprenda que los hechos literarios son un río, que aquella fue una época en la que enamorado del latín repetía una y mil veces los cánticos del Carmina Burana, en latín para saborear esa lengua madre. Y que traducía impenitente los versos de Catulo al castellano. ¿Qué relación pueden tener unos cantos con otros? Uno a la patria aun no nacida, pura se diría, prístina en su aliento, y los otros a la amante, a la traidora, a la adúltera, a la fornicaria?

“Oruga Interior”, libro de 2006, quiso ser una mutación que no se dio. Los poemas buscaban inútilmente la fuente interior que los confirmara. Y si tiene algunos aciertos no se debe a otro que al genio interior que nos habita, podríamos decir el espíritu, y que cuando el versificador entra en una especie de éxtasis textual, él, el verdadero, toma el control y escribe, sin que el escribiente se dé cuenta.

Y para no ser muy desigual a los demás, como la vida también y tormentosamente está hecha de amoríos -en esta vida uno se emborracha con las relaciones amorosas-, quise cerrar aquel periodo de mi poesía publicando un libro que contiene ese registro, es decir, poemas de amor y desamor, así que en 2007 publiqué, para bien o para mal, “Territorios de Guerra”.

Todo esto sucede hasta que uno se da cuenta que un poema esencialmente no es otra cosa que el anuncio del fuego. Y damos el salto.

Resuelvo entonces mi andar poético y le doy rumbo cierto en dos libros. Uno publicado en 2009 con el nombre de «Viaje de Narciso», y otro nuevo, inédito, listo para la imprenta, pero cuyo nombre todavía se resiste a ser revelado. Libros de una nueva camada donde se busca un viaje y se muestra un camino. Y en ellos sí, los textos, en lugar de nacer del afuera, brotan, se labran y se cultivan, en el adentro. Es en ese punto en el que descubrimos que el verbo hinca su huella en la tierra de los elementos del espíritu, para intentar darle a ese espíritu la conducción de la carroza.

Pero aunque la poesía es una y la narración es otra, los dos ríos hacen al océano de la literatura. Y si de historias se trata debo regresar a la romería, de retorno de la cueva de los ladrones. Y luego, en soledad con mis camellos, mirando el enorme desierto que es el mundo, me quedo reflexionando ¿De qué caravana hablamos cuando decimos literatura tal o literatura cual? Digamos literatura hispana, latinoamericana, o literatura femenina, literatura erótica, etc. Entonces pienso que más que definido en un lenguaje o en un idioma, una literatura determinada sería el lugar de un metadiscurso que engloba los discursos de los otros, aunque esto también, naturalmente, lo hace susceptible de que esas literaturas sean leídas, en algún momento formativo, desde aristas y miradas tan disímiles que daría la impresión de un existir de varias literaturas sobre el mismo tema. Es el caso de la literatura boliviana, que sería más bien un discurso en formación, con varios intentos en el caso de la poesía y con casi ninguno en la narrativa; y en ese sentido, es claro que es mucho más dramático si queremos referirnos a una literatura regionalmente más restringida, como la que vanamente podríamos intentar denominar literatura cruceña, por ejemplo. Sin embargo, esas literaturas están potencialmente allí, en las obras de los escritores, que en la medida de su fuerza, de su intensidad, atraerán las miradas de quienes se animen a construir el metadiscurso que les corresponda. Me pregunto ¿En cuál metadiscurso estaré incluido? Ya vi por ahí un extenso ensayo sobre la ciencia ficción latinoamericana escrito por el argentino Sergio Gaut Vel Hartman, editor de la revista Axxon, y que incluye a El huésped, lo mismo sucede con otro ensayo del boliviano Esquirol a la hora de intentar definir la literatura de ciencia ficción en Bolivia, pero visto así el asunto se tergiversa, pues no será la ventanita de un género que parecería constreñir a una de sus novelas, la que defina la obra de un escritor de literatura, sino su estilo, que es más que un lenguaje, su modo, manera o rayo, pero principalmente su ruta interior, ese sino espiritual que tiene todo hombre, y cuya misión es descubrirlo. Habrá que reflexionar desde esa perspectiva.

Mientras que si de los intentos de la poesía se trata, la poesía boliviana vive asincrónica, pero intensa, en un viaje hacia el interior de sus montañas, que también son madre del canto de sus aguas amazónicas. Todo esto en el extraño tono de la garganta de sus poetas. Y ahí apenas es sentirse gota en el lago misterioso de esta poesía. Entonces despierto, y veo que los camellos están con sed, cosa poco común. Los acerco al circunstancial oasis de partida y pienso que la jornada que espera en este inmenso desierto será tenaz.

En otra época, inclusive el 2007, fecha de la primera edición de estas historias, ya me hubiese dispuesto a fundir las copas de mis alforjas, para moldear los nuevos recipientes, si no hubiese sucedido la ruptura del despertar. Despertar sí del sueño de la literatura. Ese sueño que nos lleva a repetir y repetir los ritos antiguos. Y la ruptura llegó gracias al poder del vino. Uno de cuya cualidad especialísima se me advirtió todavía en sueños cuando se me dijo: Oye viajero, tú, que interpretaste equivocadamente al poeta Omar Khayyam, escucha bien el secreto del desierto: El vino no es el vino. El vino es el fuego de tu simiente. El vino es la vida misma.

Así que, colmado de tan fragante vino, y mientras el sol, femenino como creo que es, se enciende en toda su bravura. Aun a sabiendas que la noche es fría en el desierto, ya que desgraciadamente esta es mi obra, humildemente, como hace a mi verdadero oficio, consagro las horas a beber y beber sin parar, libando, claro está, a los dioses, no vaya a ser que el día pase inesperadamente; al final, el tiempo es una arenisca incesante, y las lecciones del abasí del siglo IX, a quien no dejo de atender con mi corazón, me indican callar, acto que también hace al mejor gesto de un elegante.

Gary Daher
Santa Cruz de la Sierra
Marzo de 2013

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